4 de marzo de 2010

Sueño de una noche de marzo


El tipo agazapado soñó una noche de marzo con una ciudad distinta, un Béjar bullente, festivo y lleno de colores como un cuadro naif. Fue tan extraño -él que siempre soñaba en blanco y negro, y rara vez con su ciudad- como hermoso. En el sueño, sobrevolaba la ciudad de punta a punta, como un pájaro, y , deslumbrado, como recuperando una infantil capacidad de sorpresa, sentía que era incapaz de encajar en su plenitud tantas maravillas. Había llegado del sur, por Los Peñasquillos, justo cuando emprendía su deleitoso trayecto El Expreso del Oeste, un tren de época, rehabilitado para uso turístico, que unía Béjar y Plasencia. El soñador comprobó que la muralla, definitivamente pública y libre de las casas y los casetuchos que antes la empleaban como socorrida pared, acogía un paseo peatonal, desde el parque de La Antigua hasta su último tramo en Ronda de Viriato. A la sombra de la Puerta del Pico, un guía, vestido de Hombre de Musgo, contaba a su grupo la leyenda del ardid cristiano. Y ya sobre la muralla, supliendo a los moros míticos, un ejército de visitantes se asomaba entre las almenas, señalando el horizonte gozoso o acercándole a través de la magia de los tomavistas. Debajo, otro paseo, entre jardines e hitado de bancos, discurría en pararelo al medieval cinturón de piedra. Este paseo era poblado por un variopinto paisanaje: familias con niños, ancianos, ciclistas... Y no únicamente en la solana asomada al Valle de las Huertas. Por la parte del río aún había más animación. El Cuerpo de Hombre bajaba limpio -ya subsanada la estafa institucional de la canalización incompleta de los desagües-, rico de peces y con sus riberas adecentadas para el ocio. Varias tirolinas enlazaban la ladera norte con una nave, reaprovechada al efecto, de la soberbia fábrica de García y Cascón. Largas colas de gente serpenteaban en las distintas estaciones de embarque, aguardando con ansiedad su despeñamiento controlado. Pero la vista no sabía a dónde dirigirse. En la ocasión parecía celebrarse un festival de deportes de riesgo. Un audaz Spiderman trepaba por la gran chimenea fabril, con sus más de 5o metros de altura transformados en singularísimo escalódromo. Y desde la Pesquera de los Ladrones hasta el Puente de don Paco se había establecido un minicircuito de rafting; descendían, raudas, varias lanchas neumáticas. Tal era la algazara, tanto el movimiento y la vida, y tan marcado el contraste con la soledad común y lo estremecedor del paisaje, que la escena global, suma de infinitud de personajes y de situaciones, parecía un capricho bosquiano, una versión moderna, saneada de detalles cruentos, del Jardín de las Delicias.
Él volaba como soñaba. ¡Qué lejos quedaba el tipo agazapado!
Remontando, aéreo, el Paseo de las Fábricas, se acercó hasta la Plaza Mayor. Los munícipes gobernantes, a pesar de su condición política, habían rectificado su error, olvidándose de construir un Parador en el desangelado y ventoso páramo de La Cerrallana, tan extramuros, para ubicarlo con acierto en el Palacio Ducal, ya despojado de su incongruente función como instituto. La plaza respiraba como antaño, cuando era el verdadero centro cívico, el ágora bejarano y bejaraní, el mentidero. Un mercadillo de intercambio monopolizaba la amplia explanada inferior. En la superior, varias compañías de títeres ensimismaban a los pequeños. Ambas explanadas ocultaban un parking subterráneo; pero también, bajo el mismo palacio, como un ingrediente turístico más, se había despejado la red de túneles que antaño lo horadaban, con el atractivo añadido de que allí se localizaba el Museo del Terror, pleno de referencias literarias y cinematográficas, cuyo originalidad temática hacía que fuera uno de los museos más visitados de España (en especial, dada su perfección, eran muy célebres los tableaux vivants, que recreaban episodios de algunos cuentos poeianos). La cámara oscura del torreón se sumaba a la feliz oferta. No sin antes deternerse en la contemplación del jardín colgante que cubría con espectacularidad la verticalidad del muro septentrional de la plaza -y simultáneamente comprobando, gracias a la magia onírica, que la carta del Parador recomendaba calderillo y truchas del Cuerpo de Hombre- el soñador tomó como guía la Calle Mayor, advirtiendo con complacencia que el casco histórico, gracias a un ambicioso plan de recuperación, ya no agonizaba. Muchas casas habían adquirido la titularidad municipal, y, reformadas a la postre por el ayuntamiento, revertieron al pueblo a través de una fórmula idónea: la renta baja. Otros municipios del país tomaron el ejemplo bejarano como modelo, y ningún paisano parecía recordar ya el nefasto año de las lluvias, cuando la ciudad vieja se desmigaba en un conspirativo trance de ruina.
Volaba como soñaba, y soñaba que el tañido unánime de todas las campanas eclesiales volaba con él, un carillón inaugural y dichoso que le empujaba a ensayar acrobacias a lo Juan Salvador Gaviota. Eufórico, imparable, casi rozó los columpios del gigantesco parque infantil construido frente al Colegio Filiberto Villalobos, atravesó el parque de La Corredera como un cohete; rasante, mojó sus brazos en la bien remozada Aliseda, y, cuando quiso darse cuenta, ya sobrevolaba el capricho de El Bosque. La finca, por fin desembarazada de las morosas fases de rehabilitación y de las vomitivas luchas partidistas que la habían tomado como rehén, conformaba un espacio idílico. El palacete acogía un Centro de Interpretación del Renacimiento, muy completo en tapices y mobiliario de la época. Incluso el director del Centro, un tal don José Muñoz -quien siempre tenía en boca la Hypnerotomachia Poliphili-, supeditaba la dignidad de su cargo al disfraz, semejando -con sus botas de cordobán, su sombrero emplumado, las calzas y la camisa acuchilladas, la cabeza emergiéndole de una aparatosa gorguera- el fantasma de un duque empeñado en seguir habitando sus antiguas estancias.
No sólo el Centro y su erudito director remitían al Renacimiento; todo en El Bosque estaba pensado para ello: las carrozas, ribeteadas de oropeles, que pululaban por la alameda, llevando y trayendo visitantes; las barcas del estanque, encabezadas de mascarones mitológicos; los madrigales de Palestrina que, desde el templete, interpretaban un tenor y una soprano; todos los empleados, como don José Muñoz, vestidos al uso renacentista.
El Bosque era otro. Los jardines habían sido reformados, incorporando un diseño geométrico y prolongándose en la primitiva huerta; grupos de jinetes recorrían la mata y, por la puerta del monte, emprendían el camino hasta la Garganta del Oso; la casa del bosquero albergaba una tienda de recuerdos; las cuadras habían mudado en restaurante; una escultura de Venus, por suerte, reinaba en la Fuente de la Rotonda, donde antes se erguía el vulgar monolito fálico de la primera rehabilitación; la Fuente de la Sábana, a pleno rendimiento, era un festival acuático, y el
Prado Bajo, surcado por senderos de piedra, se salpicaba de cenadores.
No se cansaba de planear sobre El Bosque; tenía la sensación de disfrutar cada segundo. Pero la noche llegó de pronto, súbita como una avalancha de oscuridad. A lo lejos, la chimenea de los antiguos Tintes y la de la también extinta fábrica de Rodriguez Bruno, gracias a la iluminación artística, se convirtieron en faros de un país dunsaniano. Sonó el despertador.
Desde la ventana, el tipo agazapado contempló aquella ciudad desarraigada que no era ni cacereña, ni abulense, ni salmantina. Aquella ciudad deprimida y llena de complejos, a pesar de estar enclavada en un edén natural. Aquella Comala de vivos. El tipo agazapado soltó un "bah" áspero y se separó de la ventana.

Gabriel Cusac


8 comentarios:

mojadopapel dijo...

Me gusta tanto tu sueño, que me gustaria robarlo y hacerlo mio ¿Puedo?.

Juana María dijo...

Soñar es imprescindible y luchar por los sueños; la sal de la vida.

Gabriel Cusac dijo...

Claro que puedes robarlo, Mayca. O, mejor dicho, compartirlo. Y más cuando este sueño, en buena parte, es un recoplatorio de sueños ajenos -del mismo Josetxo recojo la idea del jardín vertical-, algunos colectivos, que han quedado olvidados -como el paseo por la muralla o el tren turístico- y otros ya imposibles de realizar -como el parador en el palacio ducal, opción que algunos paisanos defendieron incontestablemente...pero en vano-, sencillamente porque los políticos han decidido otra cosa. Soñar es necesario, claro, aunque, amiga Juana María, creo que esta ciudad es un vertedero de sueños rotos. Y me gustaría estar equivocado.

Claudia Ortiz de Urbina S-Fabrés dijo...

Pues a mí me parece una auténtica pesadilla. Reconozco que he ido pocas veces a Béjar, eso sí, he tenido buen guía, y creo que me gusta por todo lo que tiene de decadente, e incluso de cutre, de viejo, de abandonado. Por todo lo que tiene de desesperante. Sólo deseo que nunca se haga realidad ese sueño, yo no volvería.
Ah, me ha gustado eso de la guillotine de Montparnasse, está bien, aunque yo no soy tan mala, hombre.

Gabriel Cusac dijo...

Mademoiselle Claudia, me doy con un canto en los dientes porque al menos le ha gustado el alias. Y disculpe que no me postre a sus pies, mademoiselle, porque tengo en gran estima mi cabeza.

Anónimo dijo...

¿Y todo esto con qué se paga? Luego no quieren que haya recortes. ¿Un centro de interpretación del Renacimiento en El Bosque? Seguro que va a estar lleno de turistas todos los días, ¡por cientos! ¡qué digo por cientos: por miles!
Una última apreciación usted habla de una fábrica de Rodríguez Bruno que nunca ha existido.

Gabriel Cusac dijo...

Es cierto, Francés Bruno. Un lapsus. Gracias por avisar. Por lo demás, hoy no me apetece discutir.

juan de la cruz471 dijo...

¿qué te fumaste la noche anterior?