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Los mayores tenían el mentidero en la plaza, bajo el gran olmo. Los chavales nos juntábamos en el castaño gordo, que también se llamaba el de los mozos o, simplemente, el castaño. Era el ejemplar más soberbio de toda la dehesa, un arbolazo con casi diez metros de perímetro y una fronda espectacular. Nos acogía entre las enormes ramas como un gran padre, y en su regazo protector, a nuestro modo, filosofábamos sobre la vida y diseñábamos un futuro todavía no contaminado por la miseria moral y la depredación sobre el prójimo que caracteriza el mundo adulto. Cuántos secretos, cuántas confidencias, cuántas pequeñas conspiraciones, cuántas penas y alegrías y cuántos sueños albergó el castaño gordo.
Quizá su mayor frecuentador era Teófilo, o Teo el Miñambres, el más introvertido de toda la pandilla, con seguridad también el más noble. Teo siempre rehuhía las peleas y algunos juegos, tan comunes como definitivamente crueles, en pos del chivo expiatorio; ni tan siquiera se apuntaba al saqueo periódico de los huertos vecinales -es decir, los huertos de nuestras propias familias-, unas razias donde importaba más el riesgo que el botín conseguido, y a lo que denominábamos ir de tonda. Esto no significa que Teo fuera un cobarde; los más pequeños le apreciábamos porque siempre salía en nuestra defensa, y demostraba valor cuando era necesario, a veces también ira. En estas ocasiones, contadísimas, daba miedo: las venas se le tensaban como alambres y su expresión, normalmente mansa, casi beatífica, se desfiguraba de manera increíble, como la de un endemoniado. Teo era, en definitiva, un buen muchacho, y yo, como cualquiera del bando de los pequeños, sentía cierta admiración por aquel casi hermano mayor flaco y callado que pasaba largas horas estribado en la rama más gruesa del castaño gordo, con la espalda apoyada en el tronco y leyendo sus tebeos y sus libros o mirando infinitamente el horizonte.
Un verano lluvioso precedió aquel octubre trágico. Los castaños estaban granados con munificencia, asomando ya el fruto en la sonrisa fértil de los erizos; se adivinaba una cosecha excelente. En unos días todo el pueblo estaría en la dehesa, volcado en la recogida colectiva de la castaña, ese tesoro que sin embargo se vendía a unos mayoristas de la capital por cuatro pesetas. Aquella tarde estábamos jugando un partido de fútbol, muy cerca del castaño. Todos, chicos y grandes, menos él. Alguno avisó: "¡Se ha caído! ¡Teo se ha caído!".
La imagen de Teo, aquella última imagen donde, bajo el castaño querido, su cuerpo dibujaba una macabra contorsión, es un estigma fatal grabado a fuego en mi memoria. Se había partido el cuello. A su lado, el libro que estaba leyendo, cerrado y mostrando su título como si la Muerte hubiese dejado una nota: Industrias y andanzas de Alfanhuí. Un libro que yo leería pocos años después, y que hoy me sigue pareciendo igual de hermoso y enigmático que entonces. Un libro que releo con frecuencia, entre la admiración y la pena.
A la muerte de Teo siguió la muerte del castaño. Una consunción galopante, imposible, secó el castaño en menos de dos semanas. Yo creía que los castaños eran árboles casi inmortales, porque en la dehesa varios habían sido alcanzados por el rayo, y todos habían vuelto a desplegar algún brote, un vástago o una rama que verdeaban milagrosamente, como una obstinación de la vida, junto al tronco calcinado. Aprendí que el castaño podía morir, y que podía morir también de pena.
El castaño gordo, aún seco, sigue siendo majestuoso. En su petrificación del dolor, en su súplica, clavado en la tierra como un sarmiento gigante, como una garra que quisiera agarrar a Dios del pescuezo.
Quizá su mayor frecuentador era Teófilo, o Teo el Miñambres, el más introvertido de toda la pandilla, con seguridad también el más noble. Teo siempre rehuhía las peleas y algunos juegos, tan comunes como definitivamente crueles, en pos del chivo expiatorio; ni tan siquiera se apuntaba al saqueo periódico de los huertos vecinales -es decir, los huertos de nuestras propias familias-, unas razias donde importaba más el riesgo que el botín conseguido, y a lo que denominábamos ir de tonda. Esto no significa que Teo fuera un cobarde; los más pequeños le apreciábamos porque siempre salía en nuestra defensa, y demostraba valor cuando era necesario, a veces también ira. En estas ocasiones, contadísimas, daba miedo: las venas se le tensaban como alambres y su expresión, normalmente mansa, casi beatífica, se desfiguraba de manera increíble, como la de un endemoniado. Teo era, en definitiva, un buen muchacho, y yo, como cualquiera del bando de los pequeños, sentía cierta admiración por aquel casi hermano mayor flaco y callado que pasaba largas horas estribado en la rama más gruesa del castaño gordo, con la espalda apoyada en el tronco y leyendo sus tebeos y sus libros o mirando infinitamente el horizonte.
Un verano lluvioso precedió aquel octubre trágico. Los castaños estaban granados con munificencia, asomando ya el fruto en la sonrisa fértil de los erizos; se adivinaba una cosecha excelente. En unos días todo el pueblo estaría en la dehesa, volcado en la recogida colectiva de la castaña, ese tesoro que sin embargo se vendía a unos mayoristas de la capital por cuatro pesetas. Aquella tarde estábamos jugando un partido de fútbol, muy cerca del castaño. Todos, chicos y grandes, menos él. Alguno avisó: "¡Se ha caído! ¡Teo se ha caído!".
La imagen de Teo, aquella última imagen donde, bajo el castaño querido, su cuerpo dibujaba una macabra contorsión, es un estigma fatal grabado a fuego en mi memoria. Se había partido el cuello. A su lado, el libro que estaba leyendo, cerrado y mostrando su título como si la Muerte hubiese dejado una nota: Industrias y andanzas de Alfanhuí. Un libro que yo leería pocos años después, y que hoy me sigue pareciendo igual de hermoso y enigmático que entonces. Un libro que releo con frecuencia, entre la admiración y la pena.
A la muerte de Teo siguió la muerte del castaño. Una consunción galopante, imposible, secó el castaño en menos de dos semanas. Yo creía que los castaños eran árboles casi inmortales, porque en la dehesa varios habían sido alcanzados por el rayo, y todos habían vuelto a desplegar algún brote, un vástago o una rama que verdeaban milagrosamente, como una obstinación de la vida, junto al tronco calcinado. Aprendí que el castaño podía morir, y que podía morir también de pena.
El castaño gordo, aún seco, sigue siendo majestuoso. En su petrificación del dolor, en su súplica, clavado en la tierra como un sarmiento gigante, como una garra que quisiera agarrar a Dios del pescuezo.
Gabriel Cusac
4 comentarios:
Mi abuelo decía que solo le tenía envidia en este mundo al que sabía cantar y bailar,yo además de a los anteriores envidio a los que saben escribir narrando historias de tal forma que te transportan a los lugares y a los acontecimientos narrados.Me imagino que como todo en esta vida se puede aprender, pero la magia en cualquier arte no la tiene todo el mundo;yo envidio a los que la tienen.
Un abrazo.
Yo envidio una sola página del libro que cito, Alfanhuí, o de Las crónicas del sochantre, de Cunquiero. Pero son envidias sanas. La envidia insana, la que siembra bulos y rumores, la que despierta sonrisas por la desgracia ajena, la que nace de un complejo de inferioridad, es una peste eterna de este país. Que no nos pille.
Un abrazo, Juana María.
El pobre Miñambres, se arreó todo un castañazo, y es que el vicio de las castañas, siempre ha sido un asunto no exento de riesgos. Cualquier castañófilo que se precie, conoce el trance que supone dicha adicción. Se puede malograr el físico, (caso del pobre Teo), mermar la salud, disipar el capital, no importa si
mucho o poco,y convertirse en un policastañómano mendicante. En el castellano añejo se denominaban las plantaciones de dichos frutales, como bosque de lupanares o lugares de lenocinio, aunque sin duda la denominación más antigua provenga del lejano oriente: Barrio Chino.
Y es que de todos es sabido que los chinos se comen cualquier cosa.
PD: Ya era hora de que el amanuense volviese a engordar el mítico Grotescario de personajes singulares, y dejase un poco a un lado tanta fauna y flora del Bestiario.
Un abrazo de ... TITIRO.
Te conozco desde la primera línea.
Un abrazo, Títiro.
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