
Cada vez con mayor frecuencia me acerco a la comarca salmantina de Entresierras, una zona plagada de lugares impregnados de una extraña energía no precisamente positiva. Hay algo terrible en la mayoría de estos lugares, algo que aflora de la misma tierra como una emanación tóxica y que provoca la inquietud en el visitante. No soy el primero que lo nota. Ni el primero que siente la necesidad de volver, como respondiendo a un llamado, como atraído por un inexplicable magnetismo.
Casi de amanecida, había visitado un enclave arqueológico donde tumbas y lagares hoyados en el granito se dispersan incomprensiblemente. Aún era temprano cuando, de vuelta, atravesaba las desiertas calles del pequeño pueblo donde había aparcado. Puertas y ventanas estaban cerradas, y reinaba un silencio imponente, ocasionalmente roto por un graznido lejano y siniestro. Iba a abrir ya el coche, pero súbitamente tuve la certeza de que alguien me estaba mirando. Me volví. De pie en el umbral de una casa, inmóvil como una estatua y vestida de negro -guardando luto, quizá-, una anciana me contemplaba fijamente. No era una mirada limpia; al contrario, rezumaba tanto odio que me hizo estremecer. Tardé unos segundos en reaccionar, antes de acercarme a la vieja, quien persistía en su mirar envenenado, y clavar superficialmente el índice y el meñique de mi mano en esos ojos oscuros, llorosos y malditos. Dio un pequeño grito, más de sorpresa que de dolor, y cayó sentada sobre el poyo que tenía detrás.
No me arrepiento.
Casi de amanecida, había visitado un enclave arqueológico donde tumbas y lagares hoyados en el granito se dispersan incomprensiblemente. Aún era temprano cuando, de vuelta, atravesaba las desiertas calles del pequeño pueblo donde había aparcado. Puertas y ventanas estaban cerradas, y reinaba un silencio imponente, ocasionalmente roto por un graznido lejano y siniestro. Iba a abrir ya el coche, pero súbitamente tuve la certeza de que alguien me estaba mirando. Me volví. De pie en el umbral de una casa, inmóvil como una estatua y vestida de negro -guardando luto, quizá-, una anciana me contemplaba fijamente. No era una mirada limpia; al contrario, rezumaba tanto odio que me hizo estremecer. Tardé unos segundos en reaccionar, antes de acercarme a la vieja, quien persistía en su mirar envenenado, y clavar superficialmente el índice y el meñique de mi mano en esos ojos oscuros, llorosos y malditos. Dio un pequeño grito, más de sorpresa que de dolor, y cayó sentada sobre el poyo que tenía detrás.
No me arrepiento.
Gabriel Cusac
5 comentarios:
Regreso de nuevo, con más ganas que nunca de dar guerraaaa...
Un abrazo!!
te la cargaste??
Las brujas se multiplican.
Bienvenida, Silvia.
Lola, no me la cargué...porque es delito.
Tan temprano y ya con ganas de guerrear, me imagino a la anciana tomandose después su café migado, con su mano temblorosa, dudando si había sido alucinación o su demencia senil.
Como eres, pobres brujas.
Un abrazo.
Buenooo...
Un abrazo, Juana María.
Publicar un comentario