4 de septiembre de 2011

En el Patio del Dragón, Robert W. Chambers


Hay bastantes luces amarillas en el crepúsculo del XIX; por algún extraño azar, en el último decenio de este siglo creativo y bullente el amarillo nomina varias manifestaciones culturales generalmente heterodoxas, de tal modo que parece convertirse en pabellón no sólo de lo raro, sino también de lo tenebroso y lo decadente. La locura viste de amarillo en el interesante cuento The yellow wallpaper (1892), de Charlotte Perkins. En Francia, las pastas amarillas son el distintivo de las publicaciones sicalípticas; por simpatía, se escoge el mismo traje para The yellow book, cuadernos de vanguardia donde tiene una participación señalada Aubrey Beardsley. Nace el término prensa amarilla en 1896. Y un año antes es publicado The King in Yellow, de Robert W. Chambers, que contiene algunas de las páginas más originales en la historia de la literatura de terror.
El Rey de Amarillo reúne diez relatos, la mitad de los cuáles -aquéllos que trascienden a la posteridad, reeditados hasta hoy con el mismo título o, uno a uno, seleccionados en sucesivas antologías- son netamente terroríficos: La máscara, El reparador de reputaciones, El Signo Amarillo, En el Patio del Dragón y La Demoiselle d´Ys. Los cinco relatos, espléndidos, están vinculados por la referencia, siempre nebulosa, a una obra de teatro maldita, El Rey de Amarillo, cuya lectura significa la invocación de un dios antiguo y pavoroso. Es este título ficticio precursor del Necronomicón y toda la bibliografía imaginaria citada en Los Mitos de Cthulhu; Lovecraft, tan ingrato a la hora de reconocer sus ascendientes literarios más directos, ofrece dentro de El horror sobrenatural en la literatura una de cal y otra de arena en su crítica a los cuentos de Chambers, y escoge como preferido El Signo Amarillo. Resulta curioso, por cierto, que Lovecraft mencione la desigual calidad en las ediciones de El Rey de Amarillo. Parece que esta desigualdad persiste; confieso que la que yo he manejado -plagada de erratas, omisiones y fallos de traducción- se puede calificar de pésima. Pero la otra edición que conozco, también en castellano, es aún peor.
En el Patio del Dragón, contado en primera persona, comienza con la descripción de un oficio religioso en una iglesia parisina. La música del órgano provoca entonces en el narrador -quien precisamente acude a Saint Barnabé como "cura" al agotamiento nervioso producido por la lectura de El Rey de Amarillo- una sensación angustiosa, persecutoria, que no parecen compartir el resto de los fieles. Posteriormente, la imposible rapidez con que vuelve a aparecer el organista tras haberse retirado, y una mirada cargada de odio que éste le dirige, aumentan su desconcierto. Le asaltan ideas irreverentes y, aburrido del sermón, decide salir de la iglesia, descubriendo al cabo que es seguido por el organista. Cuando, después de un largo recorrido, ya a las puertas de su residencia, decide encararle en el Patio del Dragón, despierta en la iglesia, justo en el momento en que la misa ha concluido. Pero antes de que traspase las puertas de Saint Barnabé vuelve a sonar el órgano, y el templo desaparece dando paso a la visión de la geografía infernal contada en El Rey de Amarillo. Los detalles de esta visión -que, descontextualizada, sería fácil atribuir al mismo Lovecraft- y el desenlace de la historia deberá descubrirlos el lector en la obra original; en estas notas siempre he pretendido publicitar las maravillas de una literatura hiperbórea, pero el viaje -o el peregrinaje- del lector debe ser una aventura personal con la máxima sazón de sorpresa. Cuando, alguna vez, desvelo la conclusión de un relato -lo que en este espacio se ha dado con Cunqueiro, con Borges- lo hago en el convencimiento de enfrentarme a la obra total, redonda, donde la perfección comienza desde la primera línea y no tiene mucho sentido hablar de sorpresa.
En el Patio del Dragón tiene un diseño inteligente y audaz. En principio, por la elección del escenario. El templo católico -convencional refugio contra las amenazas del alma- y el acto litúrgico son profanados, convirtiéndose en marco e instrumento de un poder maligno. Si quien va buscando la paz a Saint Barnabé encuentra el horror, ya no puede estar a salvo en ninguna parte; otro dios es más fuerte que el dios cristiano. Cuando, posteriormente, el episodio de la persecución se justifica como una pesadilla, nos encontramos con un alivio engañoso; en realidad sólo supone el pérfido preludio a la confirmación de la fatalidad. Pero el mayor mérito de En el Patio del Dragón no estriba ni en su buen planteamiento estructural ni en el ritmo vertiginoso que Chambers logra alcanzar en tan sólo una decena de páginas. Mucho menos en la calidad estilística; la abundancia de adjetivos no consigue disimular cierta desnudez de su prosa. El secreto es otro. Como en los demás cuentos de El Rey de Amarillo, aquí es tan importante lo que se sugiere como lo que se explicita, punto sutil que requiere una habilidad narrativa excepcional y que al fin y al cabo determina la atmósfera del relato. Poco autores alcanzan la maestría de Chambers en la consecución de tan difícil equilibrio. La genuina invención del libro prohibido, bella e intensa pieza dramática al tiempo que conjuro nigromántico, fundamenta esta atmósfera enervante; sin embargo, nada conocemos de El Rey de Amarillo más que un párrafo literal y algunas menciones oscuras, pero suficientes para conducirnos al terror cósmico.
Prolífico y dispar, Robert William Chambers (Brooklyn, 1865-Broadalbin, 1933) cultivó varios géneros. Autor de éxito, rico y excéntrico, tuvo la vida que Lovecraft, precisamente, siempre quiso tener. La crítica coincide en calificar El Rey de Amarillo como lo mejor de su producción literaria.

Pero había escapado de él a pesar de que sus ojos dijeron que no podría hacerlo. ¿Había escapado de él? Del olvido, donde había tenido esperanzas de dejarlo, volvió lo que le daba poder sobre mí. Porque ahora le conocí. La muerte y la espantosa morada de las almas perdidas adonde mi debilidad hacía ya mucho que le envió, le habían cambiando para cualesquiera ojos que no fueran los míos. Lo había reconocido casi desde el principio; ni en un momento dudé de lo que se proponía hacer; y ahora sabía que mientras mi cuerpo estaba sentado a salvo en la pequeña iglesia, él había estado persiguiendo mi alma en el Patio del Dragón.

Gabriel Cusac

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