3 de septiembre de 2013

No quiero más ser el que soy, Giovanni Papini





Loor al sello Siruela, a su  Biblioteca de Babel y a su Biblioteca sumergida, a su colección –iniciática para tantos lectores, entre los que me  cuento- El ojo sin párpado. Fue precisamente en la biblioteca babélica, dirigida por Jorge Luis Borges, donde descubrí una antología de cuentos de Giovanni Papini, reunida bajo el título de uno de ellos, El espejo que huye. Todos los relatos son excepcionales; No quiero más ser el que soy me parece el mejor.
No quiero ser más el que soy presenta el monólogo desesperado de alguien que ha llegado al límite de las experiencias y reniega, más allá del hastío, de su cuerpo, de su alma, de su yo. Este hombre desecha la idea del suicidio; quiere vivir, pero de un modo radicalmente distinto, donde el pasado no cuente. Borges, en el prólogo, resume: “es la expresión perfecta de un anhelo que han sentido todos los hombres y que nadie, que yo sepa, había escrito”. Quizá todos hayamos sentido alguna vez el deseo de hacer borrón y cuenta nueva en nuestra existencia. Pero hay una diferencia abismal entre el desengaño del fracaso, o el ansia de expiación ante una gran culpa, y el vacío de quien lo ha vivido todo, de un graduado en terribilidad, como se autodefine el protagonista. Él es un superhombre y a la vez un monstruo que, superando las trabas de la conciencia, ha apurado los horizontes espirituales.
En escasas líneas, con un énfasis que convierte cada cada frase en un trallazo, Papini plantea al lector un problema filosófico. Pero la genialidad del relato se descubre en su final, cuando aparece un segundo personaje cuyas palabras, sutilmente inaugurales, revelan al protagonista su nueva condición, su nueva vida.
Jamás he leído un relato más perverso, este destilado de Villiers, Sade, Apollinaire y Crowley. Un relato que, perversamente, encabeza una cita del más famoso poema de Santa Teresa.

Había experimentado, pensado, imaginado, soñado todo lo que hay, lo que habrá, lo que podría haber en él [el mundo] de más terrorífico, de más tormentoso, de más horripilante, de más monstruoso y desatinadamente angustioso. Conocía la ansiedad de las esperas nocturnas, las desesperaciones de los últimos besos, los temblores de las apariciones silenciosas, los estremecimientos de los relojes invisibles que marcan en las noches las horas eternas, los espasmos de suplicios imposibles, los gemidos exasperados de las almas sin asilo, la fiebre errante de los coloquios demoníacos. Pero no conocía todavía la más terrible cosa que puede existir en el mundo; no conocía el suplicio último, el suplicio supremo.

La biografía de Papini parece un manual para no caer simpático a nadie. Esto contribuye a su olvido. O quizás no; en la literatura, simplemente, también hay modas. Pero ni de lejos creo a Borges, sabio que nunca discriminó sus lecturas por razones ideológicas: “Leí a Papini y lo olvidé. Sin sospecharlo, obré del modo más sagaz; el olvido bien puede ser una forma profunda de la memoria. Sea lo que fuere, quiero referir una experiencia personal. Ahora, al releer aquellas páginas tan remotas, descubro en ellas, agradecido y atónito, fábulas que he creído inventar y que he reelaborado a mi modo en otros puntos del espacio y del tiempo”. No creo que Borges, el memorioso y un punto infame Borges, olvidase nunca al autor florentino. Borges era experto en este tipo de elegantes coartadas tardías.

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