8 de agosto de 2014

El vellocino de oro, Robert Graves




Quizá sea conveniente iniciar la lectura de El vellocino de oro empezando por el Apéndice Histórico, donde Robert Graves cita sus fuentes –múltiples, diacrónicas, confusas, contradictorias- y admite la imposibilidad de construir un relato acorde a todas ellas, comenzando por el propio rol de argonautas. La inmensa tarea de consulta de estas fuentes y la posterior ilación de un discurso narrativo congruente -donde resultan inevitables los aportes propios- es algo al alcance de muy pocos: un trabajo de Hércules a nivel intelectual. Significativamente, Graves encabeza la novela con esta cita de Diodoro Sículo: “Pero por regla general los mitos antiguos no ofrecen una historia sencilla y coherente, y por ello nadie debe extrañarse si algunos detalles de mi recensión no concuerdan con los de cada poeta o historiador”.  
Aunque el mérito del autor no acaba aquí; si solo habláramos de erudición, El vellocino de oro estaría fuera en estos apuntes. Más allá de la prestancia mítica de las genealogías divinas, la tripulación del Argo es ofrecida al lector a lo Verne; Graves se esfuerza en el dibujo específico de cada personaje, en su heterogeneidad, pese a la exagerada nómina que pulula por las páginas -tantas como medio millar, con letra bastante apretada, en la edición que manejo: Edhasa, 1983- de esta obra maestra. Acabaremos tanto odiando al bruto Hércules –quien, empero, revelará su sorprendente lado femenino, travestido y tejiendo junto a la gran sacerdotisa Ónfale- como admirando la dulzura de Orfeo o la elocuencia del heraldo Equión. Nos rendiremos, sobre todo, ante Medea; la sabia, fascinante y enamorada Medea que, en mi opinión, acaba convirtiéndose en la principal protagonista del relato. Graves inunda los párrafos con una poderosa carga adjetival, alcanzando un tono lírico que somete irremediablemente al lector, preso de un conjuro de seducción. Así, esta novela totalizadora, de agobiante onomástica, con todo su enciclopédico volumen de información, sin embargo tiene una lectura tan placentera como absorbente. Graves, en definitiva, nos ilustra, pero sobre todo nos ofrece una maravillosa experiencia literaria.

Medea, Evelyn de Morgan

Como en todo buen peregrinaje, lo importante es el camino. El destino, la obtención de la reliquia, del graálico vellocino de oro que el rey Eetes, padre de Medea, atesora en la lejana Cólquide, queda en realidad difuminado ante la trepidante avalancha de peripecias que, en los viajes de ida y vuelta, deben afrontar los argonautas. Prepárese el lector para descubrir, retornando a los umbrales de la literatura épica, una geografía desconocida; para sumergirse en un mundo de magia y leyenda, de héroes y dioses, de intriga y aventura. Prepárese para tripular el Argo. Porque El vellocino de oro de Robert Graves no es un monótono centón de antiguallas, un desvirtuado florilegio mitológico; se trata de una magnifica historia de sword & sorcery contada –cantada- por un poeta.

El último de estos días Jasón estaba paseando por los jardines del palacio cuando oyó una especie de silbido sobre su cabeza y al levantar la vista vio una cabeza y un cuello que se retorcían entre las hojas. No era una serpiente, como había imaginado, sino un moteado torcecuello que había caído en una trampa. Al momento recordó un infalible hechizo amoroso, el del héroe Ixión, que le había enseñado Filara, la madre del centauro Quirón. Sacó el pájaro de la trampa y se lo llevó al palacio, escondido en su zurrón junto con unas hojas de la planta llamada ixia que, tal como suponía, crecía cerca de allí. En el palacio obtuvo una rueda de encender colquidea en forma de cruz gamada y un trozo de yesca de madera de sauce y se lo llevó a sus habitaciones. Aquella noche, valiéndose de su cuchillo, le dio a la yesca forma de muñeca; luego se dirigió a ella llamándola Medea, con dulces palabras de amor, y le ató a la cintura un trapo de color morado para que le sirviera de falda. Este trapo lo había cortado Autólico secretamente del propio vestido de Medea mientras ésta bajaba por el pasillo para ir a cenar.
Jasón fijó el eje de la rueda en el ombligo de la muñeca, el lugar del amor en toda mujer; luego, untando el pico y las patas del torcecuello con las hojas de ixia machacadas, lo extendió y lo ató a los cuatro rayos de la rueda. Hizo girar la rueda, cada vez más deprisa, al tiempo que murmuraba:
Torcecuello, del cuco compañero,
No corras ni vayas muy lento,
Pero tráeme a la joven que yo espero.
La cinta que daba impulso a la rueda hacía girar el eje a tal velocidad que pronto Medea estalló en llamas; y Jasón avivó las llamas cuidadosamente hasta que la muñeca quedó reducida a cenizas. Entonces libertó al aturdido torcecuello, le dio las gracias, le ofreció un poco de cebada para que picara y lo puso en el alféizar de la ventana. Al cabo de un rato el pájaro salió volando.

Gabriel Cusac





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