19 de julio de 2014

En el parque umbrío



 
Cae la tarde. El parque, cercado por la fachada lateral de un viejo hotel y dos paredones, pequeño y umbrío, donde las grandes copas de los árboles forman una bóveda vegetal, es casi tenebroso. Hay algo aquí, más allá de la escasez de luz, que me induce a la introspección, aunque los niños, con sus gritos y su alegría, correteen entre los columpios.  No es una sensación lúgubre, necesariamente triste; noto incluso una especie de dulce narcosis, sumergiéndome en extrañas aguas que no sé si son las del recuerdo o las del olvido. Pero, por encima de todo, me domina una  inquietud presagiosa. 
Descubro entonces al niño, en el rincón más apartado del parque umbrío. Cabalgando sobre un balancín de muelle, me transmite una inexplicable, pero poderosa, impresión de soledad. Quedo hipnotizado. Cómo es posible que su imagen me haya golpeado tan violentamente. Cómo es posible que un niño sobre un columpio me induzca, de súbito, una pena tan profunda. Siento ganas de llorar.
Cuando el niño levanta la cabeza y me mira, descubro que ese niño era yo. El balancín oscila, vacío, fantasmal, terrible.

Gabriel Cusac


4 comentarios:

Ainhoa dijo...

Me ha gustado y dejado un poso que me da que pensar. enhorabuena Gabriel, nosotros mismos somo el mayor de los enigmas. un saludo y buena semana.

Gabriel Cusac dijo...

Me alegro, Leonor; lo que pretenden los textos de esta etiqueta, las "Breves historias" es precisamente dejar ese poso. Un saludo.

Anónimo dijo...

Esa semilla ya la incubaste cuando eras un tierno infante. Luego, ya adulto, tu subconsciente te arrastró a los parques y jardines (jjj), y ahora ya de señor maduro añoras y deseas un caballito balancín (jjj). Chulo relato, si señor.
Títiro & Freud.

Gabriel Cusac dijo...

No vas descaminado, Títiro. Si tuviera un jardín, habría columpio (pero de los de toda la vida) para el chacho.