12 de diciembre de 2014

Réquiem por la muerte del tío Demetrio




Es posible, pero ni tan siquiera estoy seguro de ello, que uno de los máximos responsables de que yo no haya seguido estrictamente las sendas de la virtud o, mismamente, los encomiables caminos, surcos, forjas y demás balagueradas fue mi tío Demetrio. Al menos, creo que algo de su profundo escepticismo se me quedo pegado. A mi tío Demetrio se le podía llamar así, tío Demetrio, o simplemente Deme, o incluso Sermón del Monte, alias inverosímil, pero cierto, debido al énfasis dramático con el que acostumbraba aderezar sus conversaciones. Mote equívoco, también, desde el momento en que el tío Demetrio nunca pretendió impartir lecciones teológicas, sino escatológicas,  pintando el mundo de acritud y desesperanza. Cuántas  veces, después de aguantar el chaparrón de sus terribles filípicas a cuenta de cualquier bobada, le habré escuchado la misma conclusión, a modo de moraleja inversa: mira, chico,  no sé si eso está bien o mal, pero deja de marearme y haz lo que te salga de la punta del pijo. Y acto seguido remataba el consejo con un corte de mangas, como poniendo la guinda al pastel. El tío Demetrio, en realidad, solo quería machacar al que tuviera delante. Le tuvieron que dar muchas hostias de chico. Hostias de las dos clases, creo yo: esta combinación suele ser explosiva.
-¿Y tanta bronca para acabar diciéndome esto, tío Deme?
-Que te den por culo.
Y otro corte de mangas.
Era un despechado insufrible. Siempre quiso cagar en un confesionario, poner unos cartuchos de dinamita en la fábrica textil donde trabajó desde los catorce y secuestrar a algún alcalde, antojos así. Pero al final no hizo nada de estas cosas, y tanta frustración acumulada acabó convirtiendo su cabeza en una sucursal de Plutón.  Yo no sé si, aparte de enseñarme a liar canutos -y, por extensión, cigarros-, realmente habré sacado algo de provecho de mi relación con él. Pero la verdad es que a veces, de puro borde, resultaba hasta gracioso.
-Mira, chico, yo soy un librepensador y un jacobino radical, y proclamo que la luz de la verdad debe prevalecer a toda costa, eh, a toda costa, con dos cojones, sobre las sandeces de la clerigalla, el dirigismo de los estados y las tinieblas de la ignorancia. Escúchame bien, cantinflas, voy a serte sincero: la vida da muchas vueltas, y a cualquier persona, alguna vez, se le abren las puertas. Puede que dentro de un tiempo te cases con una infanta, descubras un planeta o abras una fábrica de jabón. Pero viéndote como te veo, un pánfilo, un mamerto y un pelanas, porque eso es lo que tú eres, lo más posible es que te toque la infanta subnormal, que el planeta nuevo sea una cazcarria en la lente del telescopio y que a quien use tu jabón se le caiga la piel a tiras. Mequetrefe, desgraciado, mindundi.
Corte de mangas.
Miro hacia atrás y veo mi existencia un tanto incomprensible. Paradójica, al menos. Una de las cosas que todavía no consigo entender es el porqué de mi cariño hacia semejante hijoputa. Bueno, cariño es una palabra muy fuerte. Pongamos que, a pesar de los pesares, le tenía cierta estima. Y, últimamente, incluso me daba algo de pena. Porque en los últimos años el tío Deme estaba pagando los intereses de su inagotable procacidad. Es decir, estaba más solo que la una. Siempre fue un solterón impenitente -quizá a la fuerza: qué laica hermana de la caridad habría soportado a un elemento así-, pero los pocos amigos que tenía poco a poco fueron desertando de sus diatribas o acabaron emigrando al otro barrio. Su vida de ochentón ya se había convertido en una crónica de la tristeza, encerrado entre las cuatro paredes de su antigua casona,  picoteando comistrajos y hora tras hora y día tras día anestesiado por las ondas de una cadena de radio zombi donde el tiempo se había detenido en Nana Mouskouri, Demis Roussos, El Dúo Dinámico y otros fósiles: algo tremebundo, psicofonías del Paleozoico.
Le visitaba de vez en cuando; era de los pocos de la familia que todavía se sometían a esa prueba de piedad o masoquismo, porque su carácter no había cambiado.  Como el tío Demetrio ya andaba algo sordo y también algo torpe, yo tenía llave de su casa, y nunca llamaba al timbre (es cierto que, en la cesión de la llave, aunque precedida de todo un discurso admonitorio, aprecié un síntoma de claudicación, de derrota: el Sermón del Monte había perdido fuerza). En mi última visita, lo primero que hice, como siempre, fue atravesar todo el pasillo para salir al jardín de la trasera y sacar la chorra frente al aloe vera, un gigantesco y lustroso ejemplar que ha alcanzado dimensiones inconcebibles gracias a nuestras meadas. Pero, después de cumplir el ritual, comprobé que algo fallaba: su ausencia. Era por la tarde, después de comer, y que el tío Demetrio no estuviera en casa suponía algo demasiado excepcional, una novedad improbable. Un barrunto funesto me hizo subir las escaleras del desván.
Allí estaba Deme, recostado en la desvencijada mecedora de mimbre y envuelto en la penumbra fantasmal provocada por los cinco estrechos tragaluces. La misma mecedora que había acogido cientos de mis manuelas adolescentes, porque en aquellos tiempos dorados, en aquellos incandescentes años de escroto Orsini, tenía la lubricidad a flor de piel y cualquier ambiente un poco raro ya me enverracaba. Allí estaba Deme, difunto, suicida, con la caja de las medicinas volcada a sus pies, la mandíbula abierta y la mirada extraviada. Allí estaba el cabrón de mi tío Demetrio, pertrechado con un grosero cabestrillo de vendas que empero lograba fijar sus brazos en una posición determinada. Fue su último corte de mangas.

Gabriel Cusac

5 comentarios:

Ainhoa dijo...

Buen relato, y este donde este que el tio Demetrio se corra una buena juerga.

Guille Blanc dijo...

Me gusta. Hasta me cae simpático el tío Demetrio, justamente por ser lo que solemos llamar "Todo un personaje". Un relato con gancho.

Gabriel Cusac dijo...

Gracias, Leonor y Thorongil. En la esquela estaba puesto QEDP. No sé si es una errata o debemos interpretar "Que el demonio pinche".

Anónimo dijo...

Son muy singulares los "Demetrios". En el castizo barrio madrileño de Lavapiés conocí a uno que atendía por Deametrio y cuando pregunté a que se debía la inclusión de la primera vocal en medio del nombre me contestaron sus conocidos y cito textualmente: "eg que el mu animal calza un cacharro de a metro". El buen paisano por lo visto hacía honor al nombre.
Títiro.

Gabriel Cusac dijo...

Pues es un problema gordo,Títiro.