19 de octubre de 2015

La figura en el rincón

La noche estrellada, Van Gogh


Volviendo la vista atrás, reconozco en mi vida unos tiempos desacompasados. Es raro y también estremecedor que un niño de siete años decidiera recorrer una ciudad como Tarragona en solitario, o que robara sistemáticamente en una librería y de vez en cuando en un Simago. No concurrían, en mi caso, unas especiales circunstancias de marginalidad, como la pobreza o una familia desestructurada, que motivaran estas precoces hazañas. En cambio, el adolescente que recuerdo, pese a algunos que otros desmanes y malandanzas, conservó fielmente algunos rescoldos de infancia, como la pasión por los dibujos animados o las casi diarias lides entre muñequitos de plástico, cuando mi habitación se convertía en  un campo de batalla de tintes bosquianos, donde luchaban, en insospechadas y anacrónicas alianzas, indios, vaqueros y soldados de múltiples épocas y banderas. Años más tarde, en el Zalacaín de Pío Baroja encontré una cita consoladora. No la recuerdo literalmente, pero afirmaba que aquellas personas de infancia tardía eran las mejor preparadas para afrontar la madurez. Esta cita, y la famosa de Rilke -“La verdadera patria del hombre es la infancia”- siempre me han dado mucho que pensar. Hoy, rozando el medio siglo, desconfiando de toda certeza absoluta, sin embargo creo firmemente en un principio violento: la sociedad actual, leprosa de consumismo, considerando la educación como una mera fábrica de piezas para la gran máquina de la productividad -ese icono perverso-, está asesinando la infancia.
Con ofuscación, abrumado por un cóctel de sensaciones donde se mezclan desde la ternura hasta la terrorífica extrañeza hacia mí mismo, miro a aquel adolescente que buscaba cobijo en  reductos infantiles. Es algo difícil de definir, y cuya aproximación más certera he encontrado en algunos cuentos de Papini. Pero quizá el siguiente retazo autobiográfico sea más elocuente que cualquier intento descriptivo.
Pasaba mucho tiempo en la ventana, escrutando la ciudad dormida. Horas, a veces. No tenía ningún propósito definido. Simplemente me gustaba aquel ejercicio de contemplación, dejando que mis pensamientos corrieran con libertad frente al paisaje urbano, silente y tranquilo como un gigantesco decorado bajo el firmamento. Imaginaba qué escena ocurriría detrás de esta o aquella ventana iluminada, espiaba las correrías de los gatos callejeros, jugaba a descifrar los dibujos de las estrellas; mientras, mi mente, sin prisa ninguna, sin órdenes ni agobios, tanto hacía balance de lo ocurrido en el día como se internaba en un mágico bosque de ensoñaciones. Mi mente era fértil, el mundo era una novedad, una flor que se abría; el futuro se presentaba como una expedición fascinante; visiones de amor y sexo en ciernes prometían el paraíso. Desde mi ventana era espectador feliz de la ciudad dormida y de mí mismo.
Siempre dedicaba, en aquellas sesiones nocturnas, un rato para columbrar lo que llamaba “el rincón”. El rincón era un espacio urbanísticamente muerto, un recodo en cuadrado tras una fila de cocheras, que no conducía a ninguna parte y que siempre estaba pobremente iluminado por una farola. Nunca visité el rincón por el día; formaba parte de una propiedad privada inaccesible para un intruso. Y, desde mi ventana, tampoco distinguía a la luz diurna la figura que parecía ver bajo la luna. Pero todas las noches era testigo de la misma pareidolia: una silueta, la sombra de un hombre sentado en una especie de poyo adosado a la pared. Sabía que se trataba de un efecto óptico, aunque no pudiera conocer su causa; sin embargo, me gustaba fabular que allí existía un compañero  solidario, otro lunático que compartía mi excéntrica afición nocturna: un alma gemela. Fantaseaba que  él, fijándose en el espectador de la ventana, pensaba en esos momentos lo mismo. Y me perdía en especulaciones sobre cómo se produciría un futuro encuentro.
Tardé años en darme cuenta de aquel espejo. Años en reconocer mi inmensa soledad. Porque aquella figura era yo.

Gabriel Cusac






2 comentarios:

juan de la cruz471 dijo...

Servidor escribe en lo blanco de Google, con frecuencia casi diaria, "Gabriel Cusac" y se decepciona cuando tras el fondo amarillo están clavadas las mismas letras mustias que uno leyó hace un mes. Y hace un gesto de asco: a otra cosa, que aquí no hay ná que ver. Pero hoy apareció una estatua de mármol, ¡qué hermosa y rotunda!. Vale la pena esperar lo que haya que esperar para emocionarse con estas felices apariciones.

Gabriel Cusac dijo...

Tango que agradecer tu fidelidad, Juan. Respecto a la frecuencia de las entradas en este blog, qué le vamos a hacer. Hay rachas.