Vista y olfato, Brueghel de Velours y Rubens |
Tras el café kopi luwak servido en porcelana de Sèvres y la copita de Dalmore de 62 años (dos dedos en vaso
ancho, naturalmente sin hielo) me aposento en la sala de relax. Allí, entre
tapices flamencos y muebles Chippendale, me pongo en manos de mi masajista
personal mientras escucho delicadas sonatas de Albinoni. Después del masaje
sedativo, leo unos párrafos de À rebours
en la compañía de un Cohiba Espléndido.
Siento cierta simpatía por los gustos decadentes del protagonista, me parecen
muy cool, pero no soy, como Des
Esseintes, un misántropo. Al contrario; mi villa marbellí, en la zona
residencial de Santa Margarita, alberga,
con más que aceptable frecuencia, lujosas fiestas de sociedad donde desfilan
las botellas de Moët & Chandon y
se extienden las rayas de la mejor cocaína peruana. ¡Mi pequeño Versalles! ¡Oh,
mis distinguidos invitados! ¡Políticos, banqueros, grandes empresarios, jueces, notarios y registradores de la propiedad,
cirujanos plásticos, dentistas, aristócratas, jeques, cantantes, actores,
modelos! ¡La élite! ¡La crème de la crème!
Modestia aparte, don Juan Carlos I es uno de mis invitados habituales; con esto
está dicho todo.
El mayordomo filipino me avisa de que
ya puedo disponer de mi sesión de
hidroterapia con sales del Himalaya. Despojándome de la bata de cachemir y del
pijama de seda, me sumerjo
placenteramente en el amplio jacuzzi. Allí, por fin, puedo soltar la pedorreta
a gusto. ¡Me había cascado para comer dos latas de fabada Litoral! ¡Qué graciosas, las burbujitas!
¡Ah, los pequeños placeres de la
vida!
Gabriel Cusac
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