30 de diciembre de 2015

El pedo y la literatura. Apuntes carminativos.




 
Ilustración de L´art de péter (imagen tomada de yorokobu.es)

                                
                                  Si este tratado le pareciere de entretenimiento, léale y pásele muy despacio y a raíz del paladar. Si le pareciere sucio, límpiese con él, y béseme muy apretadamente.
Gracias y desgracias del ojo del culo, Francisco de Quevedo

Sean la traidora y serpentaria folla (más femenina) o el bronco cuesco (más masculino); sean vocales, mudos y escandalosos según la clasificación de Hurtaut; sean simples o compuestos, apestosos o inodoros, inicuos o inocuos, los pedos nos acompañan desde siempre como requisito connatural a nuestra índole primate. Pero, a la vez, en calidad de especie superior capaz de alcanzar las más altas cotas de razón (también de locura), el homo sapiens ha sublimado (y también denigrado)  este fenómeno gaseoso, extendiendo sus efluvios a las ciencias y a las artes, incluso a los mitos y a las religiones. Hoy hablaremos de literatura flatulenta. Las notas que siguen, mero entretenimiento diletante, carecen de rigor científico y ánimo exhaustivo; solo pretendo ofrecer una crónica curiosa, un Corpus Pedorrum, ordenando de paso apuntes que he ido recogiendo de aquí y de allá a lo largo del tiempo. Por lo que muchos aires impresos tomarán otros rumbos sin atufar estas líneas. Es natural. Tan natural como los propios pedos.

*Los tratados
Súmmum de la provocación y la risa, los libros de Gargantúa y Pantagruel (terrible cañonero este último, cuyos pedos son paridores de enanos y mujeres deformes) conforman una inigualable colecta escatológica, fértil de referencias flatosas y  filosofías ventrales. Abrirlos, con harta frecuencia, es convocar al ojete. El inmenso Rabelais nos cita en el segundo libro varios tratados raros, entre los que se encuentran De modo cacandi, de Tartaretus; Ars honeste petandi in societate, por M. Ortuinum; y Las pedorreras de los bulistas, copistas, amanuenses, abreviadores, datarios y refrendatarios, compiladas por Regis. Todos forman parte de su profano y desbocado universo; son imaginarios. Reales, en cambio, son: Gracias y desgracias del ojo del culo (en Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio, 1631), de nuestro monstruo Quevedo; El arte de tirarse pedos (1751), de Pierre-Thomas-Nicholas Hurtaut; Tratado del pedo (XVII), versos profanos del dominico valenciano Francesc Mulet; En defensa del pedo, oración chusca de Manuel Martí y Zaragoza (pronunciada en el XVII y publicada en 1737); El beneficio de las ventosidades (1722), del ácido Jonathan Swift; y Pee orgullosamente (escrito en 1781), ironía seudocientífica a cargo de Benjamin Franklin.

*Los aparatos

Leyendo a Casanova, y por nota de Mauro Armiño, tengo noticia de dos aparatos singulares. El prallo, al que obtusas mitologías atribuyen origen faraónico, es una especie de silbato que, enchufado a la válvula de escape, perfuma el olor de los gases a la vez que, amenamente, regala notas musicales. Tratadistas de barrio lo presumen antigua moda moda borbónica. El prallo y toda la historia que lo rodea es probable fabulación napolitana. Otra invención del mismo cariz es la piritera,  tubo con cazoleta ergonómica que conecta el ano contumaz con la ventana de la habitación para evitar la asfixia de los durmientes. Por su parte, Juan Manuel de Prada, en ese circo tremendista y grandioso titulado Las máscaras del héroe, cuenta del pedímetro: “…artilugio de confección casera que albergaba una vela encendida, cuya llama casi rozaba un hilo de bramante; enfilando la llama de la vela y el extremo del hilo, habían abierto en el artilugio un orificio del tamaño de una moneda, al que los residentes acercaban los culos: ganaba quien consiguiera, con la sustancia inflamable de sus ventosidades, un reavivamiento de la llama que lograse prender el hilo”. El invento se ubicaba en la madrileña Residencia de Estudiantes,  imán de genios.

*Las citas
Archivar cada pedo leído delataría una exaltación de la estupidez, o una filia digna de tratamiento psiquiátrico. La ristra fétida que expongo a continuación es una pequeña antología, modesta y personalísima, pedorra pero no pedante, de aquellas muestras literarias que me hicieron reír. Asimismo soy consciente de que estas citas pierden mucha gracia desgajadas de sus contextos; sean tomados los siguientes párrafos como guía orientativa y encamínese el lector interesado a las fuentes originales: todos los títulos presentes en este apartado son obras recomendables.

   1. El cuento del molinero (de Los cuentos de Canterbury), Geoffrey Chaucer
-¿Quién está ahí llamando? Seguro que es un ladrón.
-¡Oh, no! -dijo Absalón-. El cielo sabe, mi chatita, que es tu Absalón que te quiere tanto. Te he traído un anillo de oro que me dio mi madre, que en gloria esté. Es muy bonito y está muy bien grabado. Te lo daré si me das otro beso.
Nicolás, que se había levantado a orinar, pensó completar la broma haciendo que Absalón le besase el culo antes de marcharse. Abrió rápidamente la ventana y, silenciosamente, asomó las nalgas. A esto, Absalón dijo:
-Habla, chatita mía, que no sé dónde estás.
Entonces, Nicolás soltó un sonoro pedo, que sonó como un trueno.
Absalón quedó medio ciego por la explosión; pero, como tenía preparado el hierro candente, lo aplicó al trasero de Nicolás. El ardiente rastrillo le chamuscó la parte posterior, haciéndole saltar la piel en un círculo del ancho de una mano. Nicolás creyó morir de dolor, y en su angustia empezó a dar gritos frenéticamente diciendo:
 -¡Socorro! ¡Agua! ¡Por el amor de Dios, socorro! 

   2. Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes
Viene aquí un retazo de la aventura de los batanes, acaso el más descacharrante episodio quijotesco. Ya que andamos entre ventosidades, cuento de pasada la curiosidad de que Cervantes calificó el Quijote de Avellaneda como “pedo de perro”.
En esto parece ser, o que el frío de la mañana que ya venía, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese una cosa natural (que es lo que más se debe creer) a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no podía hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo; pues pensar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible, y así lo que hizo por bien de paz fue soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero, con lo cual bonitamente y sin rumor alguno se soltó la lazada corrediza con que los calzones se sostenían sin ayuda de otra alguna, y en quitándosela dieron luego abajo, y se le quedaron como grillos. Tras esto alzó la camisa lo mejor que pudo, y echó al aire entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho esto (que él pensó que era lo más que tenía que hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia) le sobrevino otra mayor, que fue que le pareció, que no podía mudarse sin hacer estrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero con todas estas diligencias fue tan desdichado, que al cabo vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo Don Quijote, y dijo:
-¿Qué rumor es ése, Sancho?
-No sé, señor, respondió él. Alguna cosa nueva debe ser, que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien, que sin más ruido y alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le había dado; mas como Don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con él, que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo excusar de que algunos no se llegasen a sus narices, y apenas hubieron llegado, cuando él fue al socorro apretándolas entre los dos dedos, y con tono algo gangoso, dijo:
-Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.
-Sí tengo, respondió Sancho: ¿mas en que lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca?
-En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar, respondió Don Quijote. 

   3. Gracias y desgracias del ojo del culo, Francisco de Quevedo
Y es probable que llegue a tanto el valor de un pedo, que es prueba de amor; pues hasta que dos se han pedido en la cama, no tengo por aposentado el amancebamiento. También declara amistad, pues los señores no cagan y se peen sino delante de los de la casa y amigos.

   4. Simplicius Simplicissimus, Hans Jakob Christoph von Grimmelshausen
Mientras me encontraba así, con el plato en la mano, delante de la mesa, atormentándome con toda clase de disparates y pensamientos extraños, mis tripas no me dejaban en paz y rugían sin interrupción, dando a entender que ciertos moradores de ellas anhelaban el aire libre. Pensé, para desembarazarme de aquel monstruoso desecho, abrir el paso y servirme de la ciencia que me había enseñado mi camarada la noche anterior. Siguiendo sus instrucciones, alcé la pierna izquierda, muslo incluido, por todo lo alto, apreté con todas las fuerzas que pude e iba a pronunciar en secreto mi fórmula “Je pete”,  cuando el monstruoso socio que se esfumó por el trasero, contra lo que yo esperaba, produjo tal detonación que, asustado, no supe qué hacer. Me atemoricé tanto que me parecía estar en la escalera de la horca y que el verdugo me ataba la soga al cuello. En mi espantoso miedo estaba tan confuso que ya no era dueño de mis propios miembros, incluso mi boca ante este repentino ruido se puso rebelde, no queriendo dar ni permitir al trasero tener él solo la palabra, sino que era ella, creada para hablar y gritar, la que debía pronunciar en secreto sus discursos. Y así, para consuelo de mi trasero, dejó escapar por todo lo alto las palabras que pensaba pronunciar en voz baja, y lo hizo con tanta fuerza que parecía iba a desgañitarme. Y cuanto más retumbaba el viento por abajo con tanta más furia salía por arriba el “Je pete”, como si se hubiese entablado una competición entre la salida y entrada de mi estómago para ver cuál de los dos tenía la salida más atronadora. De este modo conseguí alivio para las tripas, pero al mismo tiempo un amo indignado en mi gobernador. Los invitados, con este estruendo inesperado, recobraron la lucidez, pero a mí, como no podía conjurar el viento por el esfuerzo y trabajo realizados, me ataron a un barreño y me vapulearon de tal modo que no lo olvidaré el resto de mi vida. Estos fueron los primeros palos que recibí desde que respiré por primera vez, por haber corrompido de manera tan repugnante este elemento en el que debemos vivir en comunidad. Después trajeron perfumes y candelas y los invitados sacaron sus estuches de almizcle y cajitas de bálsamo, incluso su rapé, pero ni aun los mejores aromas surtieron efecto.

   5. Historia de mi vida, Giacomo Casanova
Decía ayer que, cuando fuera mayor, me compraría las memorias de Casanova en la edición de Atalanta, donde aparecen completas, sin censura y con las necesarias anotaciones. La paga extra me ha hecho adulto, y ya he devorado más de un tercio de esta magnífica autobiografía, uno de los escasos oasis en el escorial literario del XVIII. Leer al veneciano es puro goce; el tacto del papel biblia, por lo demás, provoca placenteras asociaciones. 
Me escondí allí y, cuando la vi a mi alcance, salté sobre ella, y mitad por la dulzura, mitad por la fuerza conseguí someterla en los últimos escalones. Pero, a la primera sacudida de la unión, un fuerte y extraordinario sonido que salió del lugar vecino al que yo ocupaba vino a frenar un instante mi furia, tanto más cuanto que vi a la joven que sucumbía llevarse la mano a la cara para ocultarme la vergüenza sentida por aquella indiscreción.
La calmo con un beso y quiero seguir, pero de pronto se oye un ruido más fuerte que el primero; yo prosigo, y viene el tercero, luego el cuarto, y con tanta regularidad que aquello se parecía al bajo de una orquesta que marca el compás de una obra de música. Ese fenómeno acústico, unido al apuro y a la confusión en que veía a mi víctima, se adueña pronto de mi alma. La escena me pareció tan cómica que la risa se apoderó de todas mis facultades y hube de abandonar la plaza.

   6. De la tragedia por unos gases, Gabriel Cusac
En 1995, y en una estrecha ciudad del sur de Salamanca, un escritor en ciernes (tal como hoy, veinte años después), ganó el tercer premio en un concurso de cuentos organizado por una prestigiosa sociedad cultural del lugar. Lo curioso es que el cuento trataba del pedo liberado por uno de los socios en las magnas instalaciones de dicha entidad, cuyo lema reza Instrucción, moralidad, recreo. Les puedo asegurar que, al menos, el autor se divirtió mucho pergeñando tales cochinadas (no únicas, empero, en el pensil de su escurridiza obra).
Y la tarde, baza tras baza, goteándose lentamente, transcurrió sin incidencia digna de mención hasta el momento en que, rondando las siete, un socio y un camarero, merced a un desafortunado tropiezo, dieron de bruces contra el suelo. El gran aparato sonoro que acompañó al percance -sin mayores consecuencias que el susto de los implicados y algunos vasos rotos- provocó en la sala una mudez efímera atrapada entre signos de sorpresa. Precisamente en ese momento, cuando el ángel del silencio revoloteaba entre los congregados -aciago momento, infausto ángel-, aquello brotó. Como oso iracundo de su guarida, como arrebato de Thor, como estallido de volcán. Brotó el pedo imperialista y rotundo, cuesco rugiente y bélico, flato insospechado y heresiarca, ventosidad transgresora y apologética, Eolo renacido en parto violento, regüeldo de culo reventado, cohete del Averno, erupción de vientre sísmico e inconsecuente, epítome postrero de mil fabadas, cañonazo humano escatológico y antológico, antítesis paladina de la amanerada bufa; pedo, en resumidas cuentas, muy arrojado y sonante.
Tras la salva, el ángel prolongó su estancia durante cuatro o cinco segundos. Rompió este inciso una gaita afónica.
   -Son…gases -osó balbucear don Modesto (R.I.P.), pálido como su propio alias [Buencadáver], trémulo y con la lúgubre expresión de un degollado.

*Epílogo rogatorio
Resulta chocante, sino significativo, que la voz escatología tanto pueda referirse tanto a una rama de la teología como a todo lo relacionado con los excrementos. A mí me interesa más la segunda acepción, y gracias a Escatología y civilización, extraordinario estudio de John Gregory Bourke, sé de Crépito, dios romano de los pedos, y del más que probable protagonismo de éstos en olvidados cultos paganos. O profanos, en el sentido más terrible de la palabra, porque todo parece indicar que, durante  el medievo, corales pedorras amenizaban los templos de Europa durante las Fiestas de los locos. Pero el tratado antropológico de Bourke, con todo su mérito, se me hace insuficiente en mi calidad de estudioso del pedo. Y, para que yo y otros correligionarios podamos profundizar en nuestros conocimientos, pienso por ejemplo que sería bueno para nosotros (y rentable para ustedes), queridos editores, trasladar al castellano las obras del flatólogo Jim Dawson -aunque, a tenor de los títulos, le sospecho tratadista redundante- referidas al tema: ¿Quién fue? Historia cultural sobre la flatulencia; Culpa al perro. Historia moderna de la flatulencia; y, por último, ¿Quién pisó un pato? Historia natural de la flatulencia.
¿Oído, cocina?

Gabriel Cusac

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