10 de noviembre de 2018

Dos tumbas malditas


Amanecer en el Cementerio de los Hijos de Dios, Nicolás Ferdinandov (imagen tomada de elestilete.com)

Esto sucedió en el México lindo por los tiempos del Maximato, al poco de acabar la Cristiada. Sucedió en el Taxco relindo a una changuita mestiza llamada Camila. ¡La breve Camila, que se fue en la flor de la vida por una flor de la muerte!
De su padre, un gringo aventurero hecho de oro con la plata de Huitzuco, había heredado el cabello rubio y los ojos aguamarina; de su madre, mixteca que pasó de mercar camotes en Tetitlan a gobernar una gigantesca casona de  Plaza Borda, los pómulos grandes, la piel cobriza y el gesto esquivo. Pero fue la tía Guadalupe, niñera y mucama de la casa, hermana mayor de la camotera convertida en doña, quien alimentó el alma de Camila, sembrándola de misterio. Creció Camila a la sombra de su aya, rodrigón torcido, y las vidas de tía y sobrina se enlazaron como el tallo de una pachira, en un abrazo celoso, constrictor, indestructible.
Entre el escepticismo socarrón del cuñado y el temor reverencial de su hermana, Guadalupe también ejercía otras disciplinas, las oscuras, aún más demandadas que hoy en aquel Taxco de los años treinta. Pitonisa y bruja, muy ilustrada de botánica secreta, Guadalupe resolvía aojos y procuraba amarres, preparaba filtros, encendía velas negras o blancas a discreción, escuchaba voces de muertos y auguraba por las nubes, las cartas o las entrañas de las gallinas. Guadalupe cultivaba estas y otras hechicerías, y hablaba de un mundo de espíritus, pero sin dioses, y de una religión sin iglesias. Camila, cómplice y discípula de tales empresas y doctrinas, intoxicada desde niña por la bruna simiente de la magia indígena, curiosa además del desbordante catálogo de escatologías taxqueñas y de algunas necrofilias de autores románticos, siempre habitó un nebuloso país de maravillas,  un microcosmos encantado regido por correspondencias simpáticas e influencias invisibles. ¡La breve Camila, que se fue en la flor de la vida por una flor de la muerte!
El mismo día que Camila celebró su decimoquinto cumpleaños, en Santa Flora, Guadalupe confidenció a su sobrina que se mudaría al trasmundo antes de tres semanas, dormida y sin dar un ruido, que ya andaba escrito. “Pero no estaremos mucho tiempo separadas, mi chela bonita, ya lo verás”. La capaz sibila, plegando en Santa Lucía, cumplió con fidelidad el pronóstico. Marchó medianejos los sesenta, pero su rostro marcaba arrugas centenarias. En el funeral, sin hipidos ni lagrimones, Camila, con las manitas doradas encajando las sienes de su padre, le dijo con toda solemnidad: “Júrame que, si muero, me enterraréis al lado de Guadalupe”.  Y el padre asintió en silencio, perplejo y dolido por tan lúgubre solicitud en boca de su hija pubescente. Pero al día siguiente adquirió en propiedad una parcela aneja.
Cumplido el año de las exequias, quiso Camila celebrar el aniversario rindiendo un particular homenaje necrológico a su difunta tía. Morbosa, colmada de caprichos góticos y hambrienta de extravagantes rituales, saltó como un gato la cerca baja del panteón de San Celso, recién proclamada la medianoche en los campanarios de Taxco. Parecía la estampa antojo de Caspar David Friedrich: una luna plena y cercana, como el ojo de un gran dios ciego, y la frágil figurita de la joven caminando, tal nigromante o profanadora, entre la fronda de cruces del cementerio. No notaba el frío de aquella noche decembrina; solo sentía una emoción callada e intensa, un gozo iniciático. Próxima a la capilla, entre sepulcros suntuosos, pero esquinada y humilde como una vecina desahuciada, estaba la tumba de su tía, un túmulo de tierra coronado por una chapa ovalada de latón. Mil veces repetiría Guadalupe que, llegada la hora, no quería mármoles ni filigranas obscenas, pues la tierra era el manto más decente para los huesos, y su deseo había sido obedecido.
Camila sacó un pliego de la faltriquera. Marisabidilla de decadentismos, muy leída de malditos, pero un tanto verde en comprensión lectora, había escogido para la ocasión un texto de Mallarmé. De  rodillas frente a la tumba recitó “La tumba de Charles Baudelaire”, en una traducción hiriente como una puñalada. Camila entendía la poesía menos que a medias, pero… ¡era tan sonora!  Luego arrancó una flor del pitiminí deslavazado y mustio que, tras el  túmulo, trepaba menesterosamente por una tapia encalada, abotonándola de tímidos estallidos púrpuras. Concluso el ritual, emprendió la vuelta a casa con la satisfacción del deber cumplido, pero ignorante de que había oficiado una liturgia fatal.
Dejó la rosa ajada en su mesilla de noche, sobre las “Leyendas” de Bécquer. Cansada y feliz, se acostó. Soñó con la extinción súbita de una candela. Y a la luz del alba ya se sentía morir, mientras una  rosa vampírica alcanzaba la lozanía. 
Pétalos desprendidos de un rosal carmesí festonearían a la postre dos tumbas malditas.
¡La breve Camila, que se fue en la flor de la vida por una flor de la muerte!

Gabriel Cusac Sánchez


2 comentarios:

juan de la cruz471 dijo...

No sabía de tus querencias mexicanas. Este cuento ha de ser leído con acento y bigote.

Gabriel Cusac dijo...

Y con un vaso de tequila. Un saludo, Juan.