14 de abril de 2019

Paseando junto a aguas tenebrosas

La torre del lago a la luz de la luna, Joseph Wright (imagen tomada de WahooArt)



El agua, que es la vida, también tiene filiaciones oscuras. Nace en las entrañas de la tierra, en el inframundo donde residen los dioses ctónicos, dioses paradójicos de la fertilidad y de los muertos. Caronte nos conduce al Hades a través del río Estigia. Las aguas profundas, en el plano sicológico, son símbolo del subconsciente, de lo oculto de nuestras mentes. Copio la entrada “lago” del desbordante Diccionario de símbolos de Cirlot: “En el sistema jeroglífico egipcio, la figura esquemática de un lago expresa lo escondido y lo misterioso, probablemente por alusión al lago subterráneo que ha de recorrer el sol en su travesía nocturna (pero también por simple simbolismo de nivel, ya que las aguas aluden siempre a la conexión entre lo superficial y lo profundo; masa de transparencia en movilidad). En el templo del dios Amón, en Karnak, había un lago artificial, que simbolizaba la hylé, las aguas inferiores de la protomateria. En ciertos días señalados, una procesión de sacerdotes atravesaba el lago en varias barcas para simbolizar el paso mencionado del sol. Este simbolismo es el mismo que el del abismo marino, en general. La creencia de irlandeses y bretones de que el país de los muertos se halla en el fondo del océano o de los lagos puede derivar de su visión del ocaso solar en las aguas. La muerte de los humanos, como análoga a la del sol, constituía el acto de penetración en el universo inferior. Pero la construcción simbólica puede también, como decimos, nacer directamente del simbolismo del nivel intensamente arraigado en el alma del hombre, por el cual todo lo inferior espacial se asimila a lo inferior espiritual, a lo negativo, destructivo y, por consiguiente, mortuorio. La agregación del agua al símbolo del abismo no hace, por el papel del elemento líquido, como factor de transición entre la vida y la muerte, entre lo sólido y lo gaseoso, entre lo formal y lo informal, sino ratificar el sentido funerario. De otro lado el lago, o, mejor, la mera superficie de sus aguas, tiene el significado de espejo, de imagen y autocontemplación, de conciencia y revelación”.
La cita es algo larga, pero quién puede negar que merece la pena.
Hoy me gustaría hacer una pequeña ruta, entre la ficción y la realidad, junto a aguas tenebrosas, lagos y pantanos en concreto. Aguas de interior, dejando para otra ocasión los misteriosos mares del folclore celta, tan queridos para Cunqueiro; o aquellos imaginados por el gran Hope Hodgson, o aquellos surcados por el holandés errante, por Simbad, por Odiseo; o aquellos donde aguardan Cthulhu y los Profundos, o aquellos de islas volantes, fantasmas o intermitentes; o aquellos… Sí, dejémoslo para otro día.
En el cuento de terror por excelencia, La caída de la Casa Usher, donde cada frase está diseñada para sugestionar al lector, el estanque negro y fantástico aparece a ritmo de diapasón -al principio, al final y, casi matemáticamente, entre medias-, como una referencia indisociable de la maldición de la casa. Las últimas líneas del relato, dibujando una escenografía bellísima y terrible, son acaso la más expresiva muestra del remate perfecto con el que Poe culminaba sus narraciones: “De pronto surgió en el sendero una luz extraña y me volví para ver de dónde podía salir fulgor tan insólito, pues la vasta casa y sus sombras quedaban solas a mis espaldas. El resplandor venía de la luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible dibujada en zigzag desde el tejado del edifico hasta la base. Mientras la contemplaba, la fisura se ensanchó rápidamente, pasó un furioso soplo del torbellino, todo el disco del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher”.
Qué maravilla.
Iglesia de Nª Sra. de los Dolores, estuario de Niembru, Asturias (imagen propia)

Hundimiento similar sufrirá la fortaleza de Deeping Hold, en Marsham, o, más bien, en el corazón de las tinieblas pergeñado virtuosamente por Adrian Ross (seudónimo de Arthur Reed Ropes) en una novela poco conocida, pero imprescindible para los amantes del género: El agujero del infierno. Deeping Hold, feudo de monárquicos de Carlos I enfrentados a Cromwell, está protegido de los protestantes por una ciénaga, pero esta misma ciénaga, habitada por un leviatán antiguo, se convertirá en el peor enemigo de la corte embrutecida y poco menos que hermética gobernada por un conde siniestro. Rescato de mis apuntes este episodio estremecedor (aunque entiendo que, fuera de contexto, su efecto queda muy devaluado; por favor, lean El agujero del Infierno): “Solamente mi primo se rió en su locura y exclamó que el invitado se acercaba: llenó una gran copa de vino y ordenó que todos hiciéramos lo mismo y nos pusiéramos en pie para darle la bienvenida. El ruido en la pared era como el chirrido de una barrena al triturar el mineral. Bajo el tapiz que cubría la pared comenzaron a aparecer hilos de agua y hebras de limo, y el paño se hinchó como una vela; finalmente se produjo un gran estruendo, que rasgó y arrancó el tapiz, y las piedras del muro se desplomaron dejando un boquete enorme en el mismo. Los hombres, presa del pánico, se pusieron a gritar y algunos se tiraron al suelo. Pero el conde alzó su copa y brindó por el invitado; mientras bebía, una gigantesca ola se estrelló contra la pared y su cresta se abrió camino a través de la abertura, lanzando al interior del salón algo oscuro. Cuando miré, vi que era el cadáver del joven negro”.
También la ciénaga es el escenario escogido por Lovecraft en “El pantano de la luna”, publicado en 1926. Con cierto toque dunsaniano, pleno de onirismo, este relato contiene algunas escenas tan sugestivas que nos hacen codiciar una traducción visual pictórica o cinematográfica (se me ocurre ahora un dulce anacronismo, imaginando coetáneos a Lovecraft y Caspar David Friedrich). Disfruten, por ejemplo, de esta epifanía pagana: “Sobre el pantano había un torrente de resplandeciente luz, escarlata y siniestra, que procedía de las extrañas ruinas enclavadas en la isla. No puedo describir el aspecto de estas ruinas: debía de estar loco, pues me parecieron majestuosas y en todo su esplendor, magníficas y rodeadas de columnas, mientras que el mármol de su entablamento rasgaba el cielo como el campanario de un templo en la cima de una montaña. Las flautas chillaban y los tambores empezaron a retumbar, y, mientras yo observaba con estupefacción y horror, me pareció ver algunas figuras grotescamente recortadas sobre la visión de mármol y resplandor […] Medio deslizándose, medio flotando en el aire, los blancos fantasmas del pantano se retiraban lentamente hacia las aguas inmóviles y las ruinas del islote en fantásticas formaciones que sugerían algún antiguo y solemne baile ceremonial. Sus brazos traslúcidos, guiados por el detestable sonido de aquellas invisibles flautas, hacían señas con extraño ritmo a un grupo de jornaleros que les siguieron sin vacilar, con pasos inseguros y lentos, como impulsados por una torpe aunque irresistible atracción demoníaca […] Y cuando el último de los patéticos rezagados, la gorda cocinera, hubo desaparecido lentamente en el agua, las flautas y los tambores se callaron, y los rayos encarnados procedentes de las ruinas se apagaron instantáneamente, dejando al pueblo maldito solitario y desolado bajo los débiles rayos de luna”.
El paseo literario junto a las arquetípicas aguas tenebrosas podría convertirse en un peregrinaje infinito, desde la artúrica Dama del Lago hasta Los crímenes del lago de Gemma Herrero. Otro tanto ocurre con mitos y leyendas acuáticos, multiplicados en el folclore mundial. Pero estamos paseando, no se pretende iniciar aquí una enciclopedia temática, y ya que estas líneas se han encaminado por riberas umbrías de la literatura de terror, quizá no sea mala idea acordarnos de dos casas lacustres reales, pero no menos lúgubres que las contadas.
Es posible que el lector avisado esté pensando en la suiza Villa Diodati, a orillas del lago Lemán, donde, durante una prodigiosa noche de 1816, se gestaron El vampiro, de Polidori, y Frankestein, de Mary Shelley. Pero Villa Diodati es Disneylandia comparada con la Torre de Bollingen, también en Suiza, o Boleskine House, rivales en calidad siniestra mucho más allá de la simple comparativa sobre traza y ubicación. La primera fue habitada por Carl Gustav Jung; la segunda, por Aleister Crowley. Los dos nacieron en 1875, hijos de padres “demasiado” religiosos. Pequeñas coincidencias que resultan anecdóticas al lado de los paralelismos de fondo compartidos en sus apasionantes existencias: ambos son heterodoxos, geniales y narcisistas, ambos atesoran una vasta cultura clásica, ambos combinan una inteligencia extraordinaria con el trastorno mental, ambos intentan desarrollar una cosmogonía como eje vital donde se emparejan la ciencia y los fenómenos paranormales. Ambos nos plantean serias dudas sobre el concepto de realidad.
Torre de Bollingen (imagen tomada del blog narcosis mágica)

En sus elementos materiales, la Torre de Bollingen, junto al lago de Zúrich, obedece a un diseño simbólico referido a la psique, quizá solo comprensible para el propio Jung, quien fue ampliando la mansión a lo largo de su vida. No menos enigmática es la famosa piedra cúbica que erigió cerca de la torre, con su enano Telesforo y su mensaje críptico.  Pero lo verdaderamente espeluznante de la Torre de Bollingen son los sucesos extraordinarios acontecidos en ella y detallados en Recuerdos, sueños, pensamientos (autobiografía a partir de textos dispersos vertebrada por su colaboradora Aniela Jaffé).
Jung, el psicólogo que durante toda la vida fue testigo de fenómenos parapsicológicos, cuenta que su hija Agathe mostró su disgusto al comienzo de la edificación de la torre, porque intuitivamente sabía que se estaba construyendo “sobre cadáveres”. Efectivamente, al cabo de cuatro años, en unas obras de ampliación, se descubrió el esqueleto de un soldado francés durante la excavación de los cimientos. La Torre de Bollingen fue visitada por algún que otro fantasma, pero el inquilino fijo de entre los inmateriales se llamaba Filemón, especie de daimon socrático que acompañó los últimos años de Jung como un ángel de la guarda y que estaba retratado en un mural del dormitorio del doctor. Y aunque la interpretación del fenómeno particularmente me resulta muy dudosa, parece ser que junto a la torre desfiló la terrible hueste de la cacería salvaje, suerte de Santa Compaña cinegética o guerrera ubicua en la mitología de los países del norte de Europa.
La cacería salvaje, Peter Nicolai (imagen tomada de Wiki Mitología)

Actualmente la torre de Bollingen pertenece a los herederos de Jung.
Más horripilante resulta el caso de Boleskine House, la mansión junto al lago Ness habitada en su día por Aleister Crowley. Son tantos los elementos acumulados de anatema que la lista es agobiante. La casa fue alzada, inicialmente como pabellón de caza, sobre los restos de una iglesia presbiteriana que, según la leyenda, sufrió un incendio cuando toda la congregación estaba dentro. Un túnel comunica la casa con el cementerio inmediato; no he encontrado explicaciones sobre la funcionalidad del pasadizo, y solo se me ocurre especular con la posibilidad de que fuera una salida secreta, a modo de las puertas de la traición de las fortificaciones medievales. Rueda por el pasillo la cabeza de un decapitado fantasma.
Cementerio de Boleskine House (imagen tomada de radiozurnal)

Crowley adquirió la propiedad en 1899. Boleskine House reunía las condiciones ideales requeridas para el desarrollo de sus operaciones mágicas, fundamentalmente el contacto con entidades superiores ordenado por Aiwass, guía espiritual ultramundano o creación psicótica del ocultista. Según sus propias Confesiones, no lograría este objetivo en la casa escocesa, que en cambio se convertiría en el escenario de su guerra mágica contra Samuel Liddell “Mc Gregor” Mathers, fundador de la Orden Hermética de la Aurora Dorada. Los episodios de esta guerra, unidos a los propios de la invocación frustrada, empequeñecen la imaginación de Dennis Wheatley en El talismán de Set. Boleskine se rodea de una atmósfera oscura, como si la luz no pudiera llegar a ella; se multiplican ruidos inexplicables, acontece una plaga de escarabajos exóticos, enferman los sirvientes, mueren los perros, pululan sombras por el patio de la casa…
La maldición de Boleskine se acrecentó tras el paso de Crowley. Dos incendios, un suicidio, sucesión de fenómenos extraños, desgracias de todo tipo… Uno de los lugares malditos del planeta, sin duda.
Acabemos ya; esta retahíla sombría me ha agobiado un poco. Voy a pasear por el pantano.

Gabriel Cusac







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