10 de enero de 2011

Un hallazgo en "Los paraísos artificiales"


Sin ser un experto, poseo cierta devoción bibliófila. Incluso comparto con los bibliófilos consumados algunas debilidades particulares, como una inmoderada ausencia de escrúpulos a la hora de conseguir la pieza deseada, la envidia de los tesoros ajenos y el hábito de la receptación. No me enorgullezco de ello; sé que la frase -tan común en esta fratría o hampa- "así queda en buenas manos" con frecuencia supone una coartada cínica. También soy muy consciente de que este tipo de coleccionismo obedece a un indefinido, pero cierto, fundamento morboso.
Sea como fuere, me hice con una auténtica joya. Se trata de un ejemplar de Los paraísos artificiales de Baudelaire, en una de sus primeras ediciones traducidas al castellano. Encuadernado en piel, y magníficamente conservado, soporta con una dignidad inverosímil sus más de cien años de historia. Pero, sin que yo lo supiera antes de su adquisición, este libro era especial por otro motivo insospechable: guardaba un originalísimo regalo. En efecto, intercalada entre sus hojas -y, en concreto, donde comienza el subcapítulo Voluptuosidades del opio- descubrí una tira de papel de aluminio que, a modo de punto de libro, casi ocupaba la longitud total de la página. No obstante, delgadísima, muy prensada y de apenas medio centímetro de anchura, pasaba desapercibida a un simple hojeo.
El papel de aluminio se resquebrajó entre mis manos. Era el envoltorio de una pasta negruzca y densa, con un leve perfume de madera quemada, que en un principio tomé por hachís. Pero pensé que todo tendría más sentido si aquella lámina fuera una porción de opio. Ni mis experiencias ni mis conocimientos teóricos sobre las drogas se pueden considerar mínimos, pero el opio, por desgracia, siempre fue una referencia remota. Creí que lo más oportuno era fumar aquella sustancia y, bendiciendo de antemano al anónimo donante, desempolvé mi vieja pipa metálica.
Enrollé la lámina hasta convertirla en una bolita, y la encendí sobre la cazoleta. Efectivamente, ni su sabor ni su aroma correspondían al hachís, aunque parecía adivinarse un remoto parentesco. La primera calada, áspera, fortísima, me revolvió el estómago. Pero no debía rechazar el presente. Poco a poco, espaciadamente, acabé con la bolita prendiéndola cinco o seis veces. Los efectos psicoactivos aparecieron a los pocos minutos, en la forma paradójica de una lúcida somnolencia. De modo gradual, pero inexorable, una lluvia de pensamientos dispares fue tomando posesión de mi cabeza. Esto no constituía un proceso traumático, sino que, al contrario, me proporcionaba un delicado gozo intelectual, por más que las ideas compartieran entre sí una conexión remota o quizá inexistente. La realidad inmediata, circundante, acabó desapareciendo, abrumada por el festival desatado, orgiástico, de la imaginación. Resulta muy difícil describir cómo, siendo consciente de ello, alcancé el estado visionario. Ya he pasado por trances similares anteriormente, recurriendo al LSD, a determinados hongos y, con escasa prudencia, al peligrosísimo estramonio. Pero esta vez fue algo distinto. Me dominaban las sensaciones de paz y plenitud. Y toda esa maraña de pensamientos, como si se tratara de un prólogo surrealista, se disolvió para dar paso a un relato concreto, de total coherencia.
Y soñé, sabiendo que soñaba, con una casa vieja, grandísima y laberíntica, llena de alcobas interiores. Había una amplia cocina, con su aparatoso fogón de leña y una pila de granito azul vaciado, y una biblioteca de estanterías de madera labrada que llegaban hasta el techo. El mobiliario y la luz de gas hablaban de finales del XIX o principios del XX. Yo recorría la casa admirado, recreándome en mil detalles, desde las ingenuas figurillas de porcelana hasta los cuadros y tapices diseminados por todas las paredes, desde el bestiario fabuloso que dibujaban las baldosas del solado de la cocina hasta las camas gigantescas, todas coronadas por soberbios cabeceros de forja. Recuerdo que algunas cosas me llamaron la atención de manera especial, como una bañera de bronce, también enorme, cuyos pies figuraban sirenas, o la decoración mural de los pasillos, pintados de tal modo que parecían de mármol, o un precioso reloj de pie, con el lema Tempus fugit grabado en la esfera. Iba de estancia en estancia, maravillado como si visitara un museo prodigioso, redescubriendo una intensa capacidad de sorpresa que en la vida real muere cuando muere la niñez. Llegué finalmente a la habitación donde era esperado. Era la habitación más modesta de todas las que había visto, sin más mobiliario que un catre, una mesilla y un galán. En una esquina, indiscreto, había un orinal de loza. Sobre la mesilla reposaban una pipa de opio que parecía de marfil o alabastro, muy larga y decorada con motivos vegetales, y una arqueta de madera. Mi anfitrión, un anciano enfundado en una raída bata carmesí, me aguardaba asomado a una ventana de arco ojival geminado. El paisaje que se apreciaba desde ella me resultó remotamente familiar: una montaña boscosa, de grandes árboles, entre cuyas copas asomaban los tejados de mansiones antiguas. Sintra, quizás.
El anciano se volvió. Recuerdo su rostro perfectamente, un rostro de sabio feliz, enmarcado por una lustrosa melena cana, que transmitía cordialidad. Con protocolo fingido, esbozando una sonrisa cómplice, me entregó Los paraísos artificiales, el mismo libro que hoy forma parte de mi biblioteca. Contemplaba sus ojos rasgados, de expresión pícara, cuando el sueño se difuminó en la abstracción, en otro revoltijo de pensamientos dispares, pero menos poderosos, que poco a poco fueron dando entrada a la lucidez completa.
No dudo de la calidad sagrada de mi visión, de su trascendencia como vínculo hermético. Y agradezco al viejo maestro mi iniciación en los misterios del opio.

Gabriel Cusac

8 comentarios:

juan de la cruz471 dijo...

No he leído mucho a Poe, pero a ello me suena. También lo tengo presente por una canción de Silvio Rodriguez que le define como "fumador de amapolas que era juglar". Supongo que es un homenaje.
Pero...
No siento ninguna fascinación por las drogas ilícitas y mis limitadas borracheras nada me aportaron. Sí considero que las drogas son peligrosas para la salud física e intelectual, por lo que me parece abominable esta apología, por otra parte tan sugerente y tan literaria.
Soy como tú, padre y maduro, y me da miedo que se incite al filo del abismo irresponsablemente. Hay niños y adolescentes en los que un relato como este puede influir.
Por consiguiente, disiento de este cuento y considero que debería estar a buen recaudo. Para que lo lean exclusivamente personas maduras.
(Ahora hago yo de arcángel echándolo al infierno)

Gabriel Cusac dijo...

Entraríamos en un debate infinito, pero sólo te cuento que la evolución humana está íntimamente ligada al uso de las drogas. Ese uso, como el de todas las cosas -hasta el uso del amor- puede ser responsable o no. De todas formas, no te preocupes. A este blog no llegan niños; sólo adultos naúfragos.

juan de la cruz471 dijo...

La evolución humana también se benefició de las guerras y por ello no debemos dejar de predicar que son abominables.
Somos escritores, queremos cambiar el mundo con nuestras ideas, no seríamos nosotros mismos anunciando ametralladoras o acciones preferentes. No somos mercenarios, tenemos conciencia, queremos influir, crear estilo, crear estéticas, promover buenas ideas y reprobar a los malos. Pero también debemos ser responsables de este "don" que tenemos. A mí el relato me subyugó y me incitó. Como los banqueros a los preferentistas, que a mí me las propusieron. Y me salí diciendo es que yo soy muy conservador con el dinero. Cada vez lo creo más: que hay que ser conservador con la salud.

Gabriel Cusac dijo...

Es muy distinto el que yo meta en mi cuerpo, sobre el que tengo plena potestad, una droga, y que meta en el tuyo una bala. Infinitas veces las drogas han estado detrás de ese "influir, crear estilo, estética, promover buenas ideas y reprobar a los malos". ¿Recuerdas, por ejemplo, el "haz el amor y no la guerra"?: hippies, psicodelia, no violencia, paz. En cuanto a la creatividad, la droga siempre ha sido una valiosa herramienta. Pero, como decía, el debate es infinito, empezando por la misma definición de droga. Yo creo, por ejemplo, que no hay drogas peores que las ideológicas. Creo que medicarnos es drogarnos, tomar unas cañas es drogarnos, escuchar música es drogarnos, amar es drogarnos. Creo que las censura, la ley seca y la prohibición alimentan las mafias y fomentan el consumo masivo, adulterado e irresponsable de la droga. Creo que en este tema predomina la ignorancia y la hipocresía. Creo que soy dueño de mi propio cuerpo y ningún estado tiene el derecho de coartar mi libertad. Y creo que, como buen bibliófago que eres, aceptarás que te deje los 3 tomos de la Historia de las drogas de Escohotado, ok?

juan de la cruz471 dijo...

No tengo dudas respecto a las personas maduras y mayores, me preocupan los débiles y los jóvenes, me parece que tienen mucho criterio y tienen todo su derecho a drogarse Escohotado y Savater, por poner un ejemplo de los dos principales apóstoles(no sé qué tal le fue a Poe). También sé que la sal es muy peligrosa para la salud y vale a 18 céntimos el kilo y siempre ha tenido muy buena prensa: salada, resalada, la sal de la vida... pero no da esos problemas de fascinación y de adicción progresiva de las drogas duras. Los problemas de salud y de convivencia que traen las drogas ilegales y el alcohol son ciertos. No hay que promover su consumo ni en broma, sino al contrario, mostrar su cara fea, que aparece cuando se recupera la plena razón. Para mí es importante que este relato acabe con este empeluchamiento de comentarios, de otra manera, toda la entrada habría quedado como una dulce apología. Tanto como si las acciones preferentes se hubieran revalorizado y el cuento que contaron los banqueros a los clientes de que con Rodrigo Rato ahí arriba mandando en Bankia iban a ganar dinero todos, se hubiera cumplido.

juan de la cruz471 dijo...

El debate de las drogas tiene un importantísimo componente ideológico. Hacerlo frente a un anarquista es parte de su esencia, pues el prohibicionismo se basa en que existe un ente superior legitimado para imponer unos valores que propugna y otros de los que abomina. El estado prototípico (europeo) decide velar por la salud pública, promueve vacunaciones en los niños, campañas de todo tipo a favor de la población en general, sanidad y control de alimentos. También establece una educación obligatoria y se queda con el monopolio de la fuerza, no permitiendo armas de fuego más que para cazar.
Este estado prohíbe las drogas ilegales, que nunca ha controlado en su beneficio, mientras que las que controla, que tienen honda raíz en la cultura: tabaco y alcohol, son explotadas fiscalmente. Aunque ahora se las está acorralando, aún en detrimento de las arcas públicas.
Frente a este planteamiento está el libertarismo que propugna la desaparición del estado, singularmente el estado represor. Decid cómo, sin estado, se puede velar por la salud pública: que no te vendan aceite de colza desnaturalizado, alimentos con dioxinas, alcohol metílico, además de evitar las epidemias, campañas de la gripe, información contra el sida…; creo que es el mayor reto del anarquismo. Porque convendremos, no sólo el día 22 de diciembre, que la salud es lo que más importa.
Ahí es donde meto el prohibicionismo de la droga. Pero, claro, yo creo en el estado.

Gabriel Cusac dijo...

Juan, en serio, sólo obedezco a mi criterio personal. Los anarquistas y comunistas ortodoxos defenestreban el alcohol y las drogas, eran abstemios y "puros", porque entendían que estas sustancias eran armas para manipular a las masas (aborregar al pueblo). Y los "liberales" no existen, porque aman la teta pública más que nadie mientras puedan mamar de ella (¿qué ha sido el "rescate" de la banca?) y serán quienes acabarán legalizando el consumo cuando estén preparados para sacar negocio de ello (ahora el negocio es la prohibición, y está en sus manos). Hablo de libertad. Y sí, la salud es importante. Hasta tal punto que gordos y fumadores son los últimos en las listas de espera de los hospitales ingleses. Hasta tal punto que debemos a Hitler la implantanción de la gimnasia en los centros educativos. Hasta tal punto que cualquier día nos penalizaran por no llevar una dieta sana. Creo en el "vive y deja vivir", aunque haya un estado por en medio para delimitar las fronteras. Hablaremos despacio. Un saludo.

Lola dijo...

despúes de leer tanto comentario con las drogas, me han entrado unas ganas de drogarme, que aquí ando con el tramadol y la cerveza acompañado de una dosis de nicotina (todas drogas lícitas, Juan ,)
a ver si flipo en colores...es que tengo alma de adolescente!