1 de junio de 2014

Exorcismo en Béjar



San Miguel contra el Dragón



De la sublimación a la mixtificación hay solo un paso, y en este país de sinceras y falsas exaltaciones hay miles de majaderos que, dependiendo de sus distintas filiaciones, siempre están dispuestos a soltar tópicos troquelados: “No se puede explicar con palabras. Hay que vivirlo” o “Lo más grande del mundo”. Así, lo más grande del mundo puede ser una batalla de petardos o de tomates, el sádico acribillamiento de un toro entre cientos de lanceros, pelearse por sacar el paso de una Virgen, el estruendo provocado por cientos de tambores o la consecución de la liga de fútbol por parte del equipo de turno. Entre infinitos ejemplos. Tanta estupidez, tan inmensa panoplia de anestesias, es  fomentada como agradecida por los gobiernos, siempre dispuestos a adormecer la conciencia crítica de los súbditos bajo un festival de maniobras de distracción. Hablo de España y he citado ejemplos cercanos de este país voluble y enfático, pero  lo más grande del mundo también  puede ser un combate de pressing catch, un concierto de  Lady Gaga o la obediencia al Emperador. Porque el dirigismo, aunque cambie en sus manifestaciones -políticas, religiosas, sociales- no conoce fronteras. Por desgracia, la especie humana conforma una masa excesivamente moldeable en sus trabajos y sus ocios; rememorando una famosa frase de Huxley: somos esclavos que amamos nuestra servidumbre.
Después de toda una vida sometido a los moldes sociales -educación,  familia, ámbito laboral, marcos de convivencia establecidos...- acaso necesarios, pero sin duda reduccionistas, que han marcado mi vida,  busco, en la medida de lo posible, el desarrollo interior. Precisamente para  descontaminarme de cualquier tipo de alienación –ideológica, religiosa, costumbrista, moral o legal- formo parte de una Sociedad -o Asociación, o Club, como prefieran- de carácter esotérico que pretende profundizar en el conocimiento del universo y de uno mismo. Esto puede entenderse como una paradoja, pero la diferencia de esta Sociedad -que en los papeles presentes nominaremos como X- respecto a otras es la absoluta libertad de conciencia, con el único límite del respeto mutuo. Aquí no hay gurús,  jerarquías o doctrinas, ni tan siquiera normas establecidas; desde un concepto humanista y libertario, los miembros nos limitamos a proponer y disfrutar de experiencias al límite de lo humano como vía empírica hacia un conocimiento superior.
Hace escasos días la Sociedad albergó un extraño ritual. Anteriormente, uno de los miembros, a quien llamaremos Juan, confesó en una de las reuniones sentir una presencia interior que con frecuencia le hacía reaccionar contra su voluntad y era la causa de tremendas crisis esporádicas donde se daban cita varios tipos de fenómenos paranormales. Es decir, se sentía poseído. A todos nos extrañó esta confesión. Juan, una persona muy conocida en Béjar, de alto nivel intelectual, trato correctísimo y comportamiento impecable, es el tipo de persona que podría escogerse como modelo de integridad y equilibrio mental. Pero, en tales circunstancias, había recurrido sin éxito a la atención psiquiátrica, obteniendo como resultados un diagnóstico confuso  (trastorno de identidad disociativo) y una medicación suicida, aún más devastadora que su propio mal. Ateo declarado e inquebrantable racionalista, descartaba la opción del exorcismo clásico frente a un cura armado del Rituale Romanum y el hisopo de agua bendita. “El colmo del oscurantismo”, según sus palabras. Juan quería, en definitiva, que los miembros de la Sociedad X investigáramos su caso.
Puedo asegurar que, desde la fundación de X, hace ya tres años,  hemos sido testigos y protagonistas de fenómenos poco comunes, relacionados con estados alterados de conciencia,  donde la frontera entre enajenación y cordura queda diluida. Pero ahora nos enfrentábamos a algo nuevo, partiendo además de presupuestos escépticos. Nadie, en X, confiaba en que fuésemos capaces de erradicar la enfermedad mental de nuestro compañero, y la mayoría pensábamos que, en su calidad de choque psicológico, el exorcismo de la iglesia católica acaso constituyese la terapia más recomendable. Pero esta alternativa fue rechazada de plano por Juan, quien insistió en depositar toda su confianza en nosotros. Teníamos que intentar alguna respuesta.
Cinco socios, entre los que se encontraba un médico, formamos un grupo específico. Decidimos que como primer paso deberíamos inducir un trance a Juan. El uso controlado de las drogas es uno de los principales medios que utilizamos en nuestros experimentos; en especial, siguiendo los trabajos de Hofmann y Leary, hemos adquirido bastante práctica en los ensayos con ácido lisérgico. En una habitación que podríamos denominar “clínica”, preparada al efecto en las instalaciones de la Sociedad, comenzamos administrándole  mínimas dosis de LSD en intervalos de veinte minutos. Una cámara grababa el experimento desde el principio, y el médico estaba encargado de controlar sus constantes vitales.
Aproximadamente al cabo de una hora Juan  empezó a demostrar los primeros síntomas: sudor, temblores, incoherencia verbal, pérdida de lucidez, expresiones alternas de confusión y placer. A los pocos minutos aparecieron unas fuertes convulsiones; tuvimos que atarle a la cama con correas. En una especie de remedo profano de exorcismo, comenzamos a preguntarle por la entidad que le poseía para proceder luego al imperativo dirigido al propio huésped: “¡Manifiéstate!”, “¡Abandona a Juan!”… En realidad, avanzábamos a ciegas, improvisando sobre la marcha, y todo parecía bastante grotesco. Sin embargo, aquella entidad comenzó a responder, aunque de una manera incomprensible. Una voz no grave, sino aguda, infantil, brotó de la garganta de Juan en una lengua desconocida, de sonidos pocos articulados, que ninguno pudo reconocer, pero que nos parecía de tipo árabe. Ante nuestro estupor, surgía uno de las primeras señales de posesión: la xenoglosia. Contra la voluntad de Juan, habíamos adoptado en secreto el acuerdo de utilizar símbolos cristianos, si se diera el caso, y en un momento dado pusimos frente a su rostro, ya casi descompuesto hasta lo irreconocible, un crucifijo. Cuál fue nuestra sorpresa cuando levantó la cabeza para besarlo. Acto seguido, en una exhibición de fuerza, repitió unos movimientos espasmódicos que desplazaron la cama ostensiblemente, a pesar de que estaba atado de pies y manos. Otro de las manifestaciones paranormales típicas: el sansonismo.
Estábamos desconcertados. Impotentes, además. Durante un buen rato, alternando el castellano con la ignota lengua acaso arábiga, Juan nos lanzaba mensajes evangélicos: amaos los unos a los otros, temed la ira de Dios, alabadle… Fue entonces cuando tuve una idea que a la postre se demostró inspirada. Una sala contigua alberga la nutrida biblioteca de la Asociación. Volví de ella con El libro de la Ley, de Aleister Crowley, y comencé a leerlo en voz alta a partir del capítulo III, La ley de Thelema. La reacción rabiosa de Juan, o de la entidad, fue inmediata.
-¡Basta! ¡Cállate, perro! –me gritaba la voz afilada de la entidad, mientras el rostro de Juan dibujaba una mueca brutal.
Fue una lucha agotadora de casi dos horas, combinando la lectura del libro de Crowley con el mandato de expulsión, entre exabruptos, vómitos y contorsiones increíbles con los que la entidad traducía su protesta en el cuerpo de Juan. Pero finalmente triunfamos, y el arcángel Miguel abandonó a nuestro compañero.

Gabriel Cusac

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Uff! Una oscura organización que posee una especie de clínica ilegal. Un doctor con unos ayudantes que experimentan con LSD para alterar el estado de conciencia en unos individuos forzados a tal fin. Uff! Este relato posee un parecido tremendo con el horrible programa MK-ULTRA para el control mental llevado a cabo entre los años 50's y 70's por el terrible doctor Gotlieb, también conocido como el J. Mengele de la CIA.
Que miedo!!!
Títiro.

Gabriel Cusac dijo...

Sí que da miedo!!