San Miguel contra el Dragón |
De la
sublimación a la mixtificación hay solo un paso, y en este país de sinceras y
falsas exaltaciones hay miles de majaderos que, dependiendo de sus distintas
filiaciones, siempre están dispuestos a soltar tópicos troquelados: “No se
puede explicar con palabras. Hay que vivirlo” o “Lo más grande del mundo”. Así,
lo más grande del mundo puede ser una batalla de petardos o de tomates, el
sádico acribillamiento de un toro entre cientos de lanceros, pelearse por sacar
el paso de una Virgen, el estruendo provocado por cientos de tambores o la
consecución de la liga de fútbol por parte del equipo de turno. Entre infinitos
ejemplos. Tanta estupidez, tan inmensa panoplia de anestesias, es fomentada como agradecida por los gobiernos,
siempre dispuestos a adormecer la conciencia crítica de los súbditos bajo un
festival de maniobras de distracción. Hablo de España y he citado ejemplos
cercanos de este país voluble y enfático, pero lo más grande del mundo también puede ser un combate de pressing catch, un concierto de
Lady Gaga o la obediencia al Emperador. Porque el dirigismo, aunque
cambie en sus manifestaciones -políticas, religiosas, sociales- no conoce
fronteras. Por desgracia, la especie humana conforma una masa excesivamente
moldeable en sus trabajos y sus ocios; rememorando una famosa frase de Huxley:
somos esclavos que amamos nuestra servidumbre.
Después de toda
una vida sometido a los moldes sociales -educación, familia, ámbito laboral, marcos de
convivencia establecidos...- acaso necesarios, pero sin duda reduccionistas, que
han marcado mi vida, busco, en la medida
de lo posible, el desarrollo interior. Precisamente para descontaminarme de cualquier
tipo de alienación –ideológica, religiosa, costumbrista, moral o legal- formo
parte de una Sociedad -o Asociación, o Club, como prefieran- de carácter
esotérico que pretende profundizar en el conocimiento del universo y de uno mismo.
Esto puede entenderse como una paradoja, pero la diferencia de esta Sociedad -que
en los papeles presentes nominaremos como X- respecto a otras es la absoluta
libertad de conciencia, con el único límite del respeto mutuo. Aquí no hay
gurús, jerarquías o doctrinas, ni tan
siquiera normas establecidas; desde un concepto humanista y libertario, los
miembros nos limitamos a proponer y disfrutar de experiencias al límite de lo humano como vía empírica
hacia un conocimiento superior.
Hace escasos
días la Sociedad albergó un extraño ritual. Anteriormente, uno de los miembros,
a quien llamaremos Juan, confesó en una de las reuniones sentir una presencia
interior que con frecuencia le hacía reaccionar contra su voluntad y era la
causa de tremendas crisis esporádicas donde se daban cita varios tipos de
fenómenos paranormales. Es decir, se sentía poseído. A todos nos extrañó esta
confesión. Juan, una persona muy conocida en Béjar, de alto nivel intelectual,
trato correctísimo y comportamiento impecable, es el tipo de persona que podría
escogerse como modelo de integridad y equilibrio mental. Pero, en tales
circunstancias, había recurrido sin éxito a la atención psiquiátrica, obteniendo
como resultados un diagnóstico confuso (trastorno
de identidad disociativo) y una medicación suicida, aún más devastadora que su
propio mal. Ateo declarado e inquebrantable racionalista, descartaba la opción del
exorcismo clásico frente a un cura armado del Rituale Romanum y el hisopo de agua bendita. “El colmo del
oscurantismo”, según sus palabras. Juan quería, en definitiva, que los miembros
de la Sociedad X investigáramos su caso.
Puedo asegurar
que, desde la fundación de X, hace ya tres años, hemos sido testigos y protagonistas de
fenómenos poco comunes, relacionados con estados alterados de conciencia, donde la frontera entre enajenación y cordura
queda diluida. Pero ahora nos enfrentábamos a algo nuevo, partiendo además de
presupuestos escépticos. Nadie, en X, confiaba en que fuésemos capaces de
erradicar la enfermedad mental de nuestro compañero, y la mayoría pensábamos
que, en su calidad de choque psicológico, el exorcismo de la iglesia católica
acaso constituyese la terapia más recomendable. Pero esta alternativa fue
rechazada de plano por Juan, quien insistió en depositar toda su confianza en
nosotros. Teníamos que intentar alguna respuesta.
Cinco socios,
entre los que se encontraba un médico, formamos un grupo específico. Decidimos
que como primer paso deberíamos inducir un trance a Juan. El uso controlado de
las drogas es uno de los principales medios que utilizamos en nuestros
experimentos; en especial, siguiendo los trabajos de Hofmann y Leary, hemos
adquirido bastante práctica en los ensayos con ácido lisérgico. En una
habitación que podríamos denominar “clínica”, preparada al efecto en las
instalaciones de la Sociedad, comenzamos administrándole mínimas dosis de LSD en intervalos de veinte
minutos. Una cámara grababa el experimento desde el principio, y el médico estaba
encargado de controlar sus constantes vitales.
Aproximadamente
al cabo de una hora Juan empezó a
demostrar los primeros síntomas: sudor, temblores, incoherencia verbal, pérdida
de lucidez, expresiones alternas de confusión y placer. A los pocos minutos
aparecieron unas fuertes convulsiones; tuvimos que atarle a la cama con correas.
En una especie de remedo profano de exorcismo, comenzamos a preguntarle por la
entidad que le poseía para proceder luego al imperativo dirigido al propio
huésped: “¡Manifiéstate!”, “¡Abandona a Juan!”… En realidad, avanzábamos a
ciegas, improvisando sobre la marcha, y todo parecía bastante grotesco. Sin
embargo, aquella entidad comenzó a responder, aunque de una manera
incomprensible. Una voz no grave, sino aguda, infantil, brotó de la garganta de
Juan en una lengua desconocida, de sonidos pocos articulados, que ninguno pudo
reconocer, pero que nos parecía de tipo árabe. Ante nuestro estupor, surgía
uno de las primeras señales de posesión: la xenoglosia. Contra la voluntad de
Juan, habíamos adoptado en secreto el acuerdo de utilizar símbolos cristianos,
si se diera el caso, y en un momento dado pusimos frente a su rostro, ya casi
descompuesto hasta lo irreconocible, un crucifijo. Cuál fue nuestra sorpresa
cuando levantó la cabeza para besarlo. Acto seguido, en una exhibición de
fuerza, repitió unos movimientos espasmódicos que desplazaron la cama
ostensiblemente, a pesar de que estaba atado de pies y manos. Otro de las
manifestaciones paranormales típicas: el sansonismo.
Estábamos
desconcertados. Impotentes, además. Durante un buen rato, alternando el
castellano con la ignota lengua acaso arábiga, Juan nos lanzaba mensajes
evangélicos: amaos los unos a los otros, temed la ira de Dios, alabadle… Fue
entonces cuando tuve una idea que a la postre se demostró inspirada. Una sala
contigua alberga la nutrida biblioteca de la Asociación. Volví de ella con El libro de la Ley, de Aleister Crowley,
y comencé a leerlo en voz alta a partir del capítulo III, La ley de Thelema. La reacción rabiosa de Juan, o de la entidad,
fue inmediata.
-¡Basta!
¡Cállate, perro! –me gritaba la voz afilada de la entidad, mientras el rostro
de Juan dibujaba una mueca brutal.
Fue una lucha
agotadora de casi dos horas, combinando la lectura del libro de Crowley con el
mandato de expulsión, entre exabruptos, vómitos y contorsiones increíbles con
los que la entidad traducía su protesta en el cuerpo de Juan. Pero finalmente
triunfamos, y el arcángel Miguel abandonó a nuestro compañero.
Gabriel
Cusac
2 comentarios:
Uff! Una oscura organización que posee una especie de clínica ilegal. Un doctor con unos ayudantes que experimentan con LSD para alterar el estado de conciencia en unos individuos forzados a tal fin. Uff! Este relato posee un parecido tremendo con el horrible programa MK-ULTRA para el control mental llevado a cabo entre los años 50's y 70's por el terrible doctor Gotlieb, también conocido como el J. Mengele de la CIA.
Que miedo!!!
Títiro.
Sí que da miedo!!
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