No creo en el amor a primera vista.
Cuando era un adolescente enamoradizo y pajillero, Cupido vaciaba su aljaba
sobre mi pobre corazón, y yo, más acribillado que san Sebastián, sentía dos o
tres flechazos al día: bastaba que una pimpolla se me quedase mirando unos
segundos con la sonrisa puesta. Luego venían las elucubraciones amorosas y, a
la hora de cascármela, sobre la imagen de las bellas jovencitas siempre acababa
imponiéndose el fantasma sexual de una vecina de inescrutables encantos, una
señora que no me hacía ni fu ni fa, un fornido marimacho que subía las
escaleras de dos en dos, pero que por algún oscuro motivo, en mi caso, ejercía
su férula sobre ese loco invisible llamado subconsciente, encaminando mis
fantasías y mi semen. Después del ejercicio, pensaba: “Cómo es posible, cómo es
posible”, y me quedaba un poso de mala conciencia (aunque era un poso bastante
volátil, la verdad). En fin; hablábamos del flechazo.
No recuerdo haber escuchado las
palabras flechazo o Cupido en años; al borde de los cincuenta, ñoñerías de este
tipo ya me pasan desapercibidas. Pero hay mucho ingenuo suelto. Esta es una
historia que merece la pena ser contada, y que en este mensuario se ofrece para entretenimiento, pero sobre todo para moraleja de aquellos que tienen depositada su fe en
cosas tan maravillosas como la Inmaculada Concepción, la honradez del Partido
Popular, o mismamente el flechazo.
Cristino y yo nos habíamos puesto
hasta las trancas, muy politoxicómanamente. Antes se habían producido varias
circunstancias atenuantes, en positivo y en negativo, para justificar el zacatán:
la necesidad del desquite por el bochornoso papel de la roja
en el mundial, la abdicación de Juan Carlos I, la inauguración de un
aparcamiento público en su barrio (en el de mi buen amigo, no en el del borbonazo) y, sobre todo, que Cristino
había cobrado un chaperón de los gordos (sumen a esta frase otro on de aliteración). Por algún extraño
azar, cada vez que Cristino vuelve a casa a altas horas de la madrugada, su magnífica
exhibición de equilibrio inestable es presenciada por la vecina de un bloque
cercano, una damisela mezcla de Heidi y de Shrek que inapelablemente está
asomada al balcón, sean las dos, sean las cuatro, sean las siete. De Heidi
tiene los coloretes; de Shrek, todo lo demás. Mi buen amigo, vista la noctívaga
fidelidad de estos encuentros, ha desarrollado una superstición, y está
convencido de que todo obedece a un aviso del destino; más concretamente piensa
que la chica del balcón va a ser quien le cuide en la vejez. En esta ocasión,
la susodicha tampoco había faltado a la cita, pero lo que llamó la atención a
Cristino fue la presencia de una espectadora diferente. Porque, justamente en
la ventana de al lado, estaba asomada otra joven. Pero a esta daba gusto verla.
Una morena de pelo largo y ojos grandes, guapísima, con una sonrisa
espectacular, que le mantenía la mirada fijamente, como si hubiera descubierto
a su príncipe azul, como si hubiera sentido un flechazo. Pero el flechazo lo
había sentido él. Tan embobado estaba en la contemplación de la morenaza que
tropezó con un bordillo, lo que no tendría demasiada importancia si a
continuación, por la inercia de la caída, no hubiera embestido a lo miura contra
un contenedor de basura. Se levantó con la expresión idiota, como si hubiera
hecho una gracia aposta. Cosas del amor. Y allí permanecía ella, manteniendo la
sonrisa, sin recrearse en el tropezón de Cristino, sin aspavientos ni
carcajadas. Bella, serena, discreta, adorable, dulce como un pepito de crema:
una invitación a la felicidad. Cristino no pudo reprimir el gesto romántico,
enviándola un beso aéreo y enamorado. De soslayo -de respajilón, decimos aquí-,
vio como la vecina inmediata, la del balcón, creyéndose destinataria de la
galantería, le saludó muy coquetamente, agitando los dedos de su manita
gordezuela. No le importaba este malentendido; Cristino reemprendió el camino a
casa más feliz que un niño en la playa. El mundo puede ser maravilloso.
Al día siguiente Cristino descubrió
que había una nueva peluquería en el barrio. La morenaza, desde la ventana,
sonreía a todo quisque, porque era una foto publicitaria. Cristino pensó que,
la próxima vez que viese a Heidi/Shrek en el balcón, la saludaría con un corte de
mangas.
Gabriel Cusac
5 comentarios:
yo le recomendaría a Cristino perseverar en su falso error: hay quien dice que esas mujeres se entregan hasta el fondo y proporcionan un placer inenarrable, verdaderamente animal, como es el sexo auténtico; no como esas decenas de guapas y esculturales mozas que nos hemos tirado, por docenas, tú y yo cuando éramos más jóvenes. Sexo lánguido y estético, había que trabajar mucho para que se les desencajara la cara y se quedaran retorcidas, picasianas, y a veces, cuando no las llevabas al naufragio estético, te quedaban con la duda de su fingimiento. ¿Cómo será empezar la faena viendo frente a frente ya ese retorcimiento poscoital, mientras te sumes en un suculento piscinazo en lorzas?. No sé si a Cristino, pero a mí me pone la historia. Lástima, Gabriel, que estemos bien casados y no practiquemos sexo extramatrimonial. No sabemos lo que nos perdemos. Si Cristino pica en el timbre del híbrido y no es un caballero y te lo cuenta, háznoslo saber.
Yo me limito a narrar los hechos tal como los contó Cristino...Y no creo que toque el timbre del híbrido, a pesar de los tremendos zacatanes.
Por cierto, para lorzas, las mías.
La noche confunde bastante y el amor me parece a mi que es a veces un poco cabrón mas que ciego. un saludo.
Como la Justicia, ¿verdad Leonor? Justicia y Cupido van vendados, pero parece que se ponen la venda a antojo.
Hasta pronto.
A. Poe creó a A. Dupin, A. C. Doyle a S. Holmes, A. Christie a H. Poirot, R. Chandler a P. Marlowe, G. K. Chesterton a J. Brown, G. Simenón a J. Maigret, V. Montalbán a P. Carvalho, J. Le Carré a G. Smiley, T. Clancy a J. Ryan, G. Cusac a Cristino ... En fin, todos los grandes de la novela negra tienen su personaje estrella.
Títiro.
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