Cae la tarde. El parque, cercado por
la fachada lateral de un viejo hotel y dos paredones, pequeño y umbrío, donde
las grandes copas de los árboles forman una bóveda vegetal, es casi tenebroso.
Hay algo aquí, más allá de la escasez de luz, que me induce a la introspección,
aunque los niños, con sus gritos y su alegría, correteen entre los columpios. No es una sensación lúgubre, necesariamente
triste; noto incluso una especie de dulce narcosis, sumergiéndome en extrañas
aguas que no sé si son las del recuerdo o las del olvido. Pero, por encima de
todo, me domina una inquietud
presagiosa.
Descubro entonces al niño, en el
rincón más apartado del parque umbrío. Cabalgando sobre un balancín de muelle,
me transmite una inexplicable, pero poderosa, impresión de soledad. Quedo
hipnotizado. Cómo es posible que su imagen me haya golpeado tan violentamente. Cómo
es posible que un niño sobre un columpio me induzca, de súbito, una pena tan
profunda. Siento ganas de llorar.
Cuando el niño levanta la cabeza y me
mira, descubro que ese niño era yo. El balancín oscila, vacío, fantasmal,
terrible.
Gabriel Cusac
4 comentarios:
Me ha gustado y dejado un poso que me da que pensar. enhorabuena Gabriel, nosotros mismos somo el mayor de los enigmas. un saludo y buena semana.
Me alegro, Leonor; lo que pretenden los textos de esta etiqueta, las "Breves historias" es precisamente dejar ese poso. Un saludo.
Esa semilla ya la incubaste cuando eras un tierno infante. Luego, ya adulto, tu subconsciente te arrastró a los parques y jardines (jjj), y ahora ya de señor maduro añoras y deseas un caballito balancín (jjj). Chulo relato, si señor.
Títiro & Freud.
No vas descaminado, Títiro. Si tuviera un jardín, habría columpio (pero de los de toda la vida) para el chacho.
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