31 de julio de 2019

En la mina

Mina abandonada, imagen de panoramio


 Se entenderá la mezquindad de estos datos; lo último que deseo es que mi santuario sea profanado. Una compañía inglesa abrió la mina en el cerro a finales del XIX; la explotación -hierro y, en menor medida, plomo- se prolongó unos setenta años, aunque luego hubo algunos intentos infructuosos de reapertura. No fue una mina importante; ocultos hoy entre un tupido robledal, los rastros que quedan del antiguo poblado obrero y de las instalaciones auxiliares son mínimos, irreconocibles para quien no realice una búsqueda ex profeso. Tampoco ya nadie recuerda el aura de leyenda negra que envolvía el yacimiento, un corpus de relatos, reales o ficticios, donde se mezclaban muertes trágicas acontecidas en los trabajos de zapa con desapariciones de paisanos, extrañas lucecitas errantes que recorrían el cerro o manifestaciones espectrales en la bocamina. Una bocamina ya prácticamente cubierta por la maleza y sellada por grandes puertas herrumbrosas que me he preocupado de asegurar con cadenas y un candado propio. Sí, he tomado posesión de la mina. O ella me ha poseído a mí. Y el motivo es totalmente ajeno al interés económico.
Hace dos años la descubrí. Fue una incursión breve, apenas unos metros alumbrado por la vacilante llama de un mechero. Pero, desde aquel día, la recurrencia de mis visitas se acentúa cada vez más. Su llamada, la irresistible fascinación que me produce, podría entenderse como un signo de fatalidad. Yo sé que no es así, en absoluto. Cada vez me resulta más agradable su cobijo; experimento una rara, pero voluptuosa, mezcla de libertad y dulce misticismo. Y entonces el mundo exterior me parece algo secundario. No es un sentimiento fácil de describir. Quizá la palabra justa sea comunión.
Por el momento solo he podido acceder al primer nivel de excavación, y ni tan siquiera he completado un plano de las galerías, un auténtico laberinto que se me antoja ilógico -aunque nada sé de minería- y del que seguramente me quede mucho por explorar. Un eje central, donde perduran las vías de transporte, secciona este laberinto. No temo el derrumbe; salvo en la bocamina, no existe señal alguna de entibación, lo que es indicativo de la dureza de los materiales.
El peregrinaje subterráneo me ofrece desconcertantes sorpresas. Por ejemplo, la sala rectangular, que surge al término de una galería más estrecha de lo común. Lo llamo el spelaeum; tal parece, la estancia de banquetes rituales de un antiguo mitreo, con sus dos filas de bancos corridos, toscamente labrados en los lados de mayor longitud. Extrañamente, la temperatura sube allí dos o tres grados. No entiendo la funcionalidad de esta sala, la cual supuso, sin duda, un arduo trabajo a sus artífices, porque hablamos de un ortoedro de aproximadamente seis metros de ancho por diez de largo, con una altura de dos metros: dimensiones que descartan el capricho. También he descubierto, orientada al sur, una entrada secundaria, a modo de chimenea diagonal, cuya pronunciada pendiente hace imposible el tránsito.
Pero hay otras sorpresas que en principio me hicieron dudar de mi cordura. Son las voces. Voces tímidas y confusas, bisbiseos, risas, susurros, raramente una especie de canto coral, que parecen provenir de un lugar inmediato, pero del que me separase un grueso tabique. Voces de niños, de hombres, de mujeres. Incomprensibles psicofonías entre las que, sin embargo, con frecuencia creo distinguir mi nombre. Estas voces no aparecen siempre, pero, cuando lo hacen, siempre ocurre en las partes más profundas de la mina. Mi temor a la asechanza de la locura se disipó hace unos meses; el método fue tan sencillo como utilizar una grabadora. También forma parte de mi modesto equipo un medidor de gases. Hay algunos puntos concretos de la mina donde siento una sensación de ahogo; sin embargo, aquí nada revela la prueba científica, y el medidor no detecta alteración alguna en el aire.
Otros misterios ya pertenecen posiblemente a mi propia imaginación. Porque con frecuencia creo distinguir movimientos fugaces a mi lado, o evidentes rostros tallados en la piedra que desaparecen al instante. Pero la percepción de estos fenómenos es tan nítida que me pregunto si soy el juguete de espíritus elementales que habitan el interior de la Tierra.
La mina me reclama vorazmente. Y yo acudo a ella como si volviera al útero materno, a un edén que remotamente habité. Encuentro calor en su frío, libertad en su encierro, luz en su oscuridad. Quizás acabe fusionado en ella, susurrando al visitante futuro, moldeando mi rostro en las paredes, formando parte de una comunidad secreta e invisible. Quizás este escrito sea mi despedida.

Gabriel Cusac

2 comentarios:

Luisen dijo...

Donde esta ubicada? Si no es indiscreción

Gabriel Cusac dijo...

Sí, Luisen, es indiscreción. La mina es mía y solo mía.