15 de agosto de 2019

Muerte de Teófilo Eisenhower Periné: una tragedia talavanera



Memento mori, mosaico de Pompeya (imagen tomada de jcaballeroheras.blogspot)

El pobre Teófilo Eisenhower Periné, alias Luciferín, contable jubilado de una imprenta, amante del bel canto e intérprete de zambomba, diletante sin tertulia, misántropo más solitario que la tenia, secreto dipsomaníaco, consumado lector de fantásticos, fumador compulsivo; cabezón y tripón como el viejo Napoleón (¡viva la aliteración!), buena persona, un cabroncete de cuidado según otras opiniones, salmantino, gerontófobo, fatalista, etc., etc., fue una de estas personas contaminadas de manía, diríase que desnudas sin una obsesión a la que recurrir para dar un poco de contenido a su existencia. Al jubilarse, Teófilo abandonó la fijación profesional de las cuentas cuadradas y los programas de Hacienda, que eran su vivir y su sinvivir, para comerse el coco con un capricho exótico: los llamados “ángeles malos”, singulares figuras iconográficas de una ruinosa ermita en el pueblo cacereño de Talaván. “Me traen loco estos putos monigotes”, solía decir. Pero se trataba de una antítesis; los quería a rabiar.
Teófilo descubrió los monigotes en un programa de Cuarto Milenio, y esa noche no durmió. Ya estaba poseído. Al día siguiente, desde su Salamanca natal y mortal, tomó a primera hora las riendas del Seat Panda con ánimo campeador y se hizo una buena tanda de kilómetros hasta plantarse en Talaván, lugar de Los Cuatro Lugares. Atravesó el pueblo hasta llegar a la ermita del Santo Cristo, y, apenas descabalgar del Panda, ya entendió el remate picudo de la cúpula como signo lovecraftniano (“parece un detalle de la arquitectura maligna de Kadath, donde sobrevuelan los ángeles descarnados de la noche”) y buen augurio. No menos gratificante le resultó descubrir, a la entrada de las ruinas, una lápida de pizarra, negra, semienterrada y fúnebre, incontestable hito de territorio misterioso. Pero, ya dentro de la ermita, ocurrió el éxtasis y la blasfemia emocionada, el descubrimiento de una causa, la luz que vengaba toda una vida monótona, insulsa, correcta hasta la putrefacción. El catálogo teratológico del viejo templo -más amplio que el grupo de angelitos malotes- le dio la bienvenida, y el bueno (o el cabroncete) de Teófilo, que nunca había contemplado nada parecido (porque, además, no lo hay), sintió una especie de epifanía inaugural que le emparentaba con Howard Carter desvelando la tumba de Tutankamón. ¡Qué maravilla! El lugar era un vertedero, lleno de maleza y basura, poco menos que clausurado obscenamente por una gran higuera. Pero eso no importaba; es más, digamos que estos ingredientes delatores del abandono -a los que se sumaba un bloque de nichos abiertos, adosado sin pudor en la pared interior derecha de la nave- complementaban lo siniestro del escenario. Sorteando el ramaje de la higuera, Teófilo descubrió al insólito “hombre gato”, custodio del arco diafragma, y creyó que el extraño personaje le saludaba con una ligera inclinación de cabeza y un temblor imperceptible de sus bigotes felinos. En idéntico emplazamiento, pero a la vuelta del mismo arco, se alojaba la mujer con toca, tan espectral, quien durante un segundo abrió su boca para enseñar al visitante una sonrisa de media luna. Y luego, en la capilla mayor, a modo de culminación de un peregrinaje iniciático, Teófilo lloró bajo la bóveda ovalada admirado por la escuadrilla carnavalesca de los “ángeles malos”, terroríficamente encantadores, desbordantes de alas y colmillos, chirriantes como bisagras oxidadas; incomprensibles, ingenuos y trágicos como niños en el Infierno, héroes esgrafiados entre la amenaza de las grietas y el verdín, supervivientes del tiempo y del olvido, con sus poco menos de cuatrocientos años a cuestas. “Hola, Teófilo”, susurraban los serafines vampíricos entre tímidas risitas infantiles. Como en una cápsula, en un recogimiento casi sagrado, Teófilo estuvo más de dos horas en las ruinas, ajeno al mundo exterior, como queriendo fundirse con los muros de pizarra de aquel lugar encantado. Ese mismo día supo que los inconcebibles personajes del antiguo templo eran sus amigos, y que debía luchar por ellos. Había iniciado una odisea.
La mujer con toca (imagen de Eloy Díaz Redondo)

Ha llovido bastante desde entonces. Durante un lustro, el pobre Teófilo revolvió Roma con Santiago pidiendo la rehabilitación de la ermita. Hizo todos los viajes a Talaván que le fueron permitidos por su miserable pensión. Recabó el apoyo de algunos sabios. Desarrolló una teoría propia sobre la identidad de los “ángeles malos”, que entendía réprobos. Fue la voz que clamó en el desierto frente a las impávidas autoridades patrimoniales de la Junta de Extremadura. Insultó públicamente a algunas. Salvando honrosas excepciones, reprochó a los paisanos el desprecio por la ermita. Y precisamente cuando ya había tirado la toalla, siendo consciente de que la obsesión le estaba carcomiendo el alma, llegó la brisa fresca de una asociación de talavaniegos quienes, tardíos o arrepentidos, empero entusiastas, rescataron su causa con los bríos de una pequeña revolución.
La asociación contaba con gente entregada y competente. Fue invitado a dar una charla, y el pobre Teófilo, a pesar de su tenaz misantropía, a pesar de su marcado rotacismo y de que silbaba en las eses (ciertamente, un Cicerón de saldo), no dudó un instante en aceptar la propuesta. Y el día de la charla fue la primavera, el renacimiento, la utopía. Porque la rehabilitación de la ermita ya se daba por hecha en Talaván. Había dinero, había un proyecto, el alcalde comprometió su palabra y, por fin, se había instalado una conciencia colectiva sobre la necesidad de restaurar la ermita. No se podía pedir más.
Pero luego surgieron extraños problemas, de esos que se engendran en altas instancias y cuya razón resulta indiscernible para el ciudadano vulgar. De repente, hacía falta una revisión del proyecto; quizá incluso uno nuevo. Y hacía falta un técnico. Y ese técnico no trabajaba gratis, por supuesto. Las autoridades patrimoniales de la Junta se lavaron las manos (como todo el mundo sabe, para ciertos asuntos Extremadura queda reducida a dos ciudades: Cáceres y Mérida). El Ayuntamiento de Talaván -de arcas bien saneadas, por cierto- debía correr con los gastos. Y, hasta hoy, el Ayuntamiento, por no se sabe qué misterios, soslaya el tema, manteniendo una discreción que abre paso a las especulaciones más pesimistas. Calla el Ayuntamiento. Calla el alcalde que lanzara gentiles promesas. Un silencio cruel.
En este ínterin, el pobre Teófilo enfermó. Ya era demasiado sufrimiento; se sentía víctima de una tortura sofisticada. Soñaba cada noche con “ángeles malos” descalabrados, y con el hombre gato y la mujer con toca revueltos en un puzle de cascotes. Emprendió una dieta sobrevenida, a base de vino y magdalenas. Y su corazón empezó a llenarse de grietas y verdín, como la cúpula de una ermita lejana, y bajo la cúpula de una ermita lejana empezaron a escucharse inexplicados sollozos.
El pobre Teófilo Eisenhower Periné, alias Luciferín, dobló la servilleta ayer. QEPD (que en paz descanse), dicen unos. QEDP (que el demonio pinche), otros.
Gabriel Cusac


2 comentarios:

manuel dijo...

Gabriel, este relato creo que debes compartirlo en Talaván historia viva. es magnífico , Gracias

Gabriel Cusac dijo...

Gracias a ti por la visita, Manuel, creo que tú también eres muy consciente del significado del texto, más allá del tono humorístico. Ya lo he compartido. Un saludo.