Hoy, día 7, por fin cae un buen
chaparrón. Ha llegado septiembre, inaugural de lluvias lustrales, limpiando la
turbia atmósfera del verano, lavando nuestros pueblos, nuestras ciudades; dando
de beber a nuestros campos; puliendo los bosques. Y anunciando una proclama de
fertilidad, esa buena nueva que, como siempre, la iglesia católica, culmen de
la interpretatio, intenta monopolizar
a través de distintos patronazgos, santificando aguas terrestres o celestes, okupando espacios paganos vinculados a
la fecundidad, asimilando el propiciatorio sacrificio taurino, el taurobolio, a
las puertas de los santuarios, como ocurre en la fiestas de la bejarana Virgen
del Castañar, como ocurría en las cercanas ermitas de Candelario, de
Valdefuentes de Sangusín, de Medinilla. En este último caso, elaborando un
estudio sobre la ermita de Fuente Santa, a Tomás Aguilera y a mí nos sorprendió
descubrir que el cántico de la novena, de principio a fin, es monotemático: la
Virgen medinillense debe traer la lluvia. Escribíamos al respecto: No existe, en sus quince estrofas, cita
alguna a términos comunes de fe –purificación, redención, salvación de las
almas-; solo se pide agua. Exactamente como si fuera la petición de un pueblo
pagano a su particular diosa pluvial. No mentimos. Pero la Virgen de Fuente Santa gobierna también los
veneros; su camarín está alzado sobre un manantial, la propia fuente santa, y el agua, corriendo
subterránea por los cimientos del templo, acaba aflorando en una fuente
extramuros. Sin que necesariamente exista una suplantación cultual -no han salido a la luz, hasta el momento, pruebas documentales o epigráficas de ello-, la Virgen
de Fuente Santa, en el fondo, yendo a las raíces de la sacralidad, cumple el
mismo papel que néfeles, náyades o ninfas. Es, en definitiva, una diosa
acuática.
Desde que hace ya muchos años leyera
a Atienza, me gusta, como diletante buscador de paganías, rastrear pistas
mistéricas en las leyendas hagiográficas de vírgenes y santos, descifrar claves
bajo el mensaje y el ritual ortodoxo, localizar lugares ya sagrados antes de
su bautismo cristiano. Y la tierra que habito es propicia para estos
esparcimientos.
San Miguel, patrón de Béjar, con
celebración igualmente septembrina, pesa almas como las pesaba Osiris, y ya
conté que en la abulense, pero próxima, Neila de San Miguel, los niños
recién bautizados pasaban por una romana, y su peso era entregado a la
parroquia traducido en grano de trigo. Veo la estatua de la Virgen de la Buena Leche presidiendo –y olvidada,
empero- desde su hornacina frontal el Museo
Mateo Hernández, y saludo a Isis Lactante. El mismo San Gil, a quien estaba
advocada la primitiva iglesia hoy transformada en museo, era especialista en
recuperar baldíos. Otra santa muy prodigada por estos lares, Santa Marina –asociada
en Béjar a la mítica conquista de la plaza al moro-, también es correo de fecundidad, como la Venus/Afrodita
nacida de la espuma del mar. Paseo por el parque de Santa Ana, y sé que la
supuesta madre de María, quien no figura en los evangelios canónicos, cristianiza
a la Gran Madre, la Diosa Madre que aparece en todas las culturas antiguas como
potencia creadora. Es Gea o Gaia, es la céltica Dana, es la Madre Tierra.
Habitaba la ermita de Santa Ana la talla de San Gregorio, patrón también de Cantagallo,
el santo campero especialista contra plagas… Como vemos, el catálogo de santos y
vírgenes entregados a la fertilidad es bastante amplio.
Me confieso creyente. Agnóstico, pero
no ateo. Creo en el clásico argumento teológico: no hay reloj sin relojero. Y
veo un sistema, una interrelación universal solo explicable como fruto de una
inteligencia superior. Aunque del mismo modo creo en la trascendencia como
experiencia personal, no como sumisión a las directrices de unos u otros credos.
Basta una pizca de objetividad para comprobar la deriva mafiosa y excluyente de
las religiones: invocando a las Alturas, la historia y el presente recogen las
mayores atrocidades. Basta saber que los hombres se siguen matando en nombre de
Dios, de Yahvé o de Alá.
Es este mes equinoccial buena
temporada para andar los caminos de nuestra privilegiada geografía. Sin
sacerdotes ni gurús, sin intermediarios, la Madre Naturaleza nos ofrece un
infinito templo cupulado por robles y castaños. La bendita agua, que no el agua
bendita, corre a raudales. El caminante puede alimentar su espíritu con paz y
belleza. Para alimentar el cuerpo, ante él se despliega una fastuosa cornucopia
silvestre, el bodegón de la zarzamora y de la uva, de la avellana y de la nuez,
de los higos y de las brevas. Escogiendo bien la ruta, no hace falta allanar
ninguna propiedad. Porque esto, la propiedad privada, sí que es dogma
universal.
Gabriel Cusac
4 comentarios:
Excelente.
Me alegro de que te haya gustado esta entrada. Hasta pronto, Thorongil.
Me ha encantado el paseo por las sendas casi otoñales de septiembre de las diosas y de las vírgenes, mi enhorabuena por tan inspirada excursión.
Un saludo Gabriel.
Gracias, Leonor; ya sabía que eras dada a paganías.
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