24 de junio de 2012

Un estampa franciscana


Ya llegó el verano. Ayer, como tantas familias de la ciudad estrecha, liamos nuestros bártulos y recorrimos unos cuántos kilómetros en busca de un río limpio. No especificaré el lugar, ya que deseo evitar en la medida de lo posible el acoso de los paparazzi y de los paisanos. Baste decir que el paraje tiene sombra, merendero y peces en el agua. Al llegar, sentamos nuestros fueros en el citado merendero, ocupando una mesa grande y otra pequeña, y extendiendo dos mantas en el suelo, de modo tal que nos hicimos con una buena parcela. Éramos sólo cuatro -los dos niños, mi esposa y yo-, pero españoles. Los de las parcelas colindantes también lo eran, dado que: a) tenían sus radios incomprensibles puestas por todo lo alto b) sus mesas estaban rodeadas de papeles y desperdicios c) asimismo habían desplegado mantas territoriales d) hablaban en castellano, también por todo lo alto, y exhibiendo un amplio catálogo de blasfemias y expresiones malsonantes. España cañí; todavía no me explico cómo este gran pueblo no ha guillotinado a sus dirigentes.
Una vez establecido el campamento base, nos dispusimos a invadir otro considerable cacho de ribera, equipados al efecto con una intendencia básica de cuatro toallas, una sombrilla, dos hamacas, un gran bolso de verano con útiles varios y otro bolso aún mayor, tipo saco terrero, con juguetes acuáticos para los niños. Faltaban empero las colchonetas y el kayak hinchables, porque no los había encontrado en el trastero, que debo reordenar con urgencia. En esta sociedad de consumo a veces no se da abasto para atender todas las necesidades.
En la ribera nos aguardaba un cuadro sorprendente, motivo de esta crónica. No pude evitar, al descubrilo, un espontáneo exabrupto. "¡Aleluya!", en concreto, o quizá algo parecido. Porque allí, como si acabase de acontecer una masacre anticlerical, se esparcían, tumbados en las más variopintas posturas, unos veinte monjes franciscanos, todos uniformados con su saco, su cordón y sus sandalias. No estaban muertos, sino que dormían con bendita unanimidad. Es difícil de explicar la estupefacción producida por aquella estampa. Por una parte, tenía algo de anacrónica, como de otro siglo: mucho fraile junto para estos tiempos. Por otra, ese reposo solidario, todos a una sembrados por la orilla, ofrecía una insólito y elocuente testimonio de empatía: hermanados hasta para dormir. Qué sé yo; a pesar de mi agnosticismo radical, me invadió un profundo sentimiento de dulzura. Y no creo que me ocurriera a mí solo, porque los domingueros circundantes, con la expresión afable dibujada en sus rostros, procuraban hablar en bajo para no turbar el santo descanso de la tropa franciscana.
Extendimos nuestros pertrechos con la máxima discrección posible, rogando silencio a los niños. Lola se fue al agua con ellos, y yo me quedé embobado, meditando sobre la bucólica escena frailuna. "Quizá Jesús y sus discípulos, a las orillas del Jordán, también durmieran alguna vez así", pensé. Luego pensé que no tenía ni puta idea de si Jesús y sus discípulos habían estado todos juntos en las orillas del Jordán. Y posteriormente, también prosaicamente, pensé que, con la cantidad de tías que había en biquini, los frailes tenían que estar más despiertos que si hubieran desayunado un café migado de anfetaminas. Algo no cuadraba. Un griterío súbito me apartó de estas profundas lucubraciones.
-¡Viva el novio! ¡Viva!
-¡Viva!
-¡Despertad de la resaca, cabrones!
-¡Fiesta! ¡Fiesta!
-¡Vamos al convento de la bola roja!
-!Te casaste, la cagaste!
Alocada, temerariamente, cuatro frailes voceadores llegaban corriendo por el camino del merendero, portando sobre sus hombros una especie de silla gestatoria sobre la que, bote tras bote, intentaba sostenerse algo así como un obispillo grotesco, ya que portaba la mitra y el báculo, pero prescindía de las vestimentas eclesiásticas. O, más exactamente, prescindía de cualquier vestimenta; ergo, estaba en pelota viva. En la trastabillada carrera, uno de los sediarios tropezó con una piedra, y todos fueron al suelo de forma aparatosa, en especial el falso obispo, quien trazó una vistosa parábola antes de aterrizar sobre uno de los también falsos franciscanos, el cual, a pesar del alboroto, aún seguía durmiendo (no tuvo, por cierto, un dulce despertar). La mitra se fue río abajo, navegando como un barquito episcopal. Bañistas y frailes de pega compartimos un regocijo general; el cachondeo inundó la ribera como un tsunami. Menuda farsa. Se trataba de una despedida de soltero, una de esas bárbaras despedidas de soltero que forman parte del acervo cultural de este bárbaro país, donde empero todavía no se ha guillotinado a los dirigentes. Vivir para ver.

Gabriel Cusac

5 comentarios:

Unknown dijo...

Divertido relato. Se parece usted un poco a Eduardo Mendoza.

Gabriel Cusac dijo...

No lo había pensado, Frida, pero tienes (prefiero el tuteo) razón. Puede ser por contagio; soy un incondicional de Mendoza, aunque sobre todo me gustan las aventuras de ese investigador psiquiatrizado que protagoniza varias de sus novelas.
Gracias por asomarte a este blog.

Unknown dijo...

Por aquí andaré esperando el próximo relato.

Unknown dijo...

Y por cierto yo también estoy loca con el peluquero bebedor de pepsis. La última novela ha sido no parar de reir.

Gabriel Cusac dijo...

No se ha pasado el estilista a los actimeles? De todas formas, Mendoza es cojonudo.