28 de mayo de 2013

Los peligros del zumba



Como saben mis fans, followers (o esa polla) y seguidores en general (entre los cuales también debo contar amigos), soy jardinero. Y, como sabe todo el mundo, en los anuncios,  las películas y los videoclips siempre llega el momento donde el jardinero deja el cortacésped y se quita la camiseta porque tiene mucho calor, el pobre. Luce entonces el adonis proletario un festival de músculos, un abdomen acuchillado y una pilosidad estratégicamente distribuida, voluptuosa exhibición que, según todos los indicios, ilustrará la próxima masturbación de la mujer o la hija del dueño, ambas voyeurs casuales o premeditadas, pero en todo caso indudables macizas. Eso, como poco. La realidad suele ser diferente. Y más prosaica. Seguramente porque la escena antedicha es un tópico importado de la cultura norteamericana; en el cine europeo, los jardineros suelen ser viejos achacosos.
En todo caso, respecto al erotismo del desprendimiento de la camiseta, el espectáculo no resulta tan lucido cuando el jardinero, tal un servidor, tiene un solo abdominal, unos pechos con aspiraciones de tetas y una pelambrera, si no tupida, al menos generosa. ¡Ya quisiera yo ser un jardinero florero! Trabajo en parques públicos, además, donde no hay piscina, ni macizas voyeurs, ni joyas abandonadas en tumbonas, pero si espectadores de todo tipo prestos al acoso y derribo del trabajador público. Las mujeres, en esta coyuntura, suelen ser unas desvergonzadas que ríen sin pudor y señalan al interfecto; los hombres, más cautos, se limitan a comentar algo así como si trabajara más no estaría tan gordo ese cabrón (léase funcionario). Sólo una vez, por cierto, escuché algo parecido a un piropo: "¡Uy, qué osito!". Me lo lanzó la Diosa, un mariquita también algo desvergonzado.
Situaciones de este cariz y, en segundo término, la preocupación general por la salud, frecuentemente me han lanzado de lleno a adoptar medidas de adelgazamiento. Medidas que han durado dos o tres días máxime, dado mi natural epicúreo. Porque yo soy así. Pero recientemente, en uno de estos accesos dietéticos, comenté al buen Cristino mi firme intención de bajar unos quilitos y, de hecho, renuncié en ese preciso instante a la novena caña y a su correspondiente tapa. Cristino no pareció prestar demasiada atención a mis palabras, y eructó sosegada, casi contemplativamente, al tiempo que levantaba una mano para llamar la atención del camarero. No obstante, Cristino y yo compartimos varias inquietudes, afinidades y fechorías, y mis palabras le habían calado hondo, quizá porque también compartimos un problema de sobrepeso. Y resulta que a los dos días apareció en casa con un CD promocional de esa modalidad deportiva llamada zumba.
Un inciso. Cristino y yo nunca hemos sido bailones. Las pocas veces que nos lanzábamos a la pista en las discotecas y en las verbenas lo hacíamos influenciados por cierto arrebato toxicológico. Tenía que darse, además, la casualidad de que sonase algún tema veterotestamentario, porque en música, desde la mocedad, hemos participado de unos gustos más bien añejos. El resultado era siempre terrible. Creábamos un corro en la pista, y no precisamente de admiración, sino por el terror que inspiraba a la gente aquella suerte de frenesí neardental. Fin del inciso.
El vídeo del zumba duraba unos diez minutos, aunque a fin de cuentas su contenido puede resumirse en una frase: un montón de pivones menándose con mucha gracia. Cuando acabó, Cristino me dijo:
-¿Qué, te animas a quemar unas calorías moviendo el esqueleto?
Luego me explicó que en un gimnasio de la ciudad hacían una promoción especial de zumba para los hombres, quienes pagaban la mitad que las mujeres "para fomentar conductas no sexistas". Total, que por veinte euritos al mes podríamos estar zumbando un montón de horas.
Quizá esté un poco anticuado, pero a mí todos estos inventos me parecen pamplinas. Con la de sitios que hay para correr, pienso. Además, por una curiosa deformación cultural, suelo establecer un rápido cálculo comparativo entre el coste de unas cañitas y cualquier innovación exótica en mis condiciones de vida que suponga un desembolso. La zumba no traía cuenta. Y contesté a Cristino que no, que lo del gimnasio iba contra mis principios morales, apostillando, desacertadamente y con muy mala leche (o quizá sólo con muy mala leche), que su única intención era la de disfrutar como un enano rodeado de tetitas y culitos saltarines. Le sentó muy mal, y se levantó farfullando: "¡Hala, sí, tú a engordar, a engordar!". Si esto fuera una crónica televisiva, diría que Cristino estaba visiblemente emocionado. Como no lo es, diré que conozco a Cristino como si le hubiese parido (y viceversa), y sé que mi respuesta le había sentado como una puñalada trapera.
Hay momentos cruciales en la vida, momentos que marcan un antes y un después. Momentos, por ejemplo, donde te sientes obligado a ceder un poco del territorio de tus convicciones personales en favor de la amistad profunda. En fin, ese era uno de tales momentos. Y maldita la hora.
-¡Es broma, coño! ¿Cuándo quedamos?
Tres o cuatro días después estaba esperando a Cristino a las puertas del gimnasio de marras. No me atrevía a entrar solo. Pero, cuando apareció mi amigo profundo, me arrepentí también profundamente. Vestía Cristino un ajustado chándal color lila con unas gruesas bandas laterales verdes y a buen seguro reflectantes. En la cabeza, llevaba una especie de cinta de camuflaje que le estrangulaba el cráneo bajo el lema Warlike athlete, escrito en letras góticas. Y al hombro, una bolsa de deporte con seis aros olímpicos, porque iba uno blanco de propina, y la divisa Pequín 2008. Así, Pequín. Me habría revolcado de risa de no estar tan acojonado. En descargo de Cristino, diré que mi chándal era marca Mike, empero blanco y mucho más discretito que su ajuar de alta competición.
Entramos en el gimnasio como el ganado entra en el matadero, entre otras cosas -miedo aparte- por la peste a choto que reinaba en aquel antro inmundo. El encargado, que precisamente andaba pulverizando ambientador sobre los sillines de algunas bicicletas estáticas, nos recibió con toda la amabilidad del mundo, indicándonos el camino de los vestuarios. Como el hedor en los vestuarios era todavía más insoportable, no tardamos ni dos minutos en salir de allí. La clase de zumba ya había empezado, a juzgar por el ruido, como de estampida de búfalos, que  podía escucharse aplastando una música tuneada de Madonna. Abrí la puerta de la sala, y me quedé helado. Por detrás pude sentir la blasfemia liberada por Cristino, una blasfemia tan terrible que era casi sólida, una blasfemia que cayó sobre mi nuca como un árbol derribado.
Dispuesto en cuatro filas, un batallón compuesto básicamente por mujeres de la tercera edad paró sus movimientos en seco para girarse simultáneamente, como obedeciendo una orden marcial. A su vez, más emplumado que un águila, el monitor, con el vuelo de muñeca clásico que es epítome y seña de la mariconería, nos indicó que pasáramos. Monitor quien no era otro que la Diosa, el piropeador de jardineros gordos, el coprotagonista de una aventura equívoca (y ya contada en estos apuntes) con un Cristino aturdido por la mezcla de ansiolíticos y alcohol; ese personaje irrepetible, pero ubicuo, que desfila por la ciudad estrecha con el mismo peligro que un pavo real entre una piara de jabalíes. Cualquier persona sensata habría escapado de aquella encerrona, pero una fatídica falta de reflejos nos hizo obedecer el mandato cantado por la Diosa con el soniquete característico de los bailes gimnásticos: "Esos dos hombretones, en primera fila, en primera fila". Las brujas se aprestaron a dejarnos hueco, en todo el medio. "Ojo, machotes, a mis movimientos, mis movimientos".
Joder, qué debacle. Nuestra proverbial coordinación rítmica comenzó a evidenciarse desde el primer momento. A lado de semejantes primates, las brujas deberían parecer gráciles pávlovas. Nuestras bambas rechinaban sobre la tarima como los coches por Sevilla sobre la cera de la Semana Santa, y nuestras extremidades salían despedidas como si nos estuvieran tiroteando. En un descuido, sin querer, pegué un manotazo en plena cara de Cristino. "Mira a ver, me cago en las doce mil vírgenes y en su puta madre". Son once mil, pero este detalle es baladí. Una de las brujas, escandalizada por el exabrupto de Cristino, dijo "¡Uy!" y se marchó de la sala corriendo como si tuviera cagalera, pero, por la risitas disimuladas o plenas carcajadas que escuchábamos en derredor, parece ser que nuestro espectáculo tenía una buena acogida. "Esto no es lucha, esto no es lucha", volvió a cantar la Diosa con su vocecita de flauta. Estaba a punto de acabar una versión light del popular tema Me gusta la gasolina, cuando llegó el clímax. No llevaríamos ni diez minutos de clase y pasó lo que se barruntaba, lo que tarde o temprano tenía que pasar: el siniestro. Porque nuestras enormes cabezas chocaron en un coscorrón antológico, un choque testa contra testa de rebecos en celo, un hostiazo de pánico. Por unos segundos quedamos tumbados en el suelo, como exánimes, hasta que reaccionamos cuando la Diosa se acercó para socorrernos. Al incorporarnos, comprobamos que el aquelarre se había desatado. Qué escena. No había una bruja derecha. Unas se abrazaban para sujetarse mutuamente, otras estaban revolcándose, otras agachadas con los brazos sobre el vientre, todas componían una coral satánica descojonándose de nuestra desgracia.
Desde entonces, Cristino y yo tomamos las cañas y nos sobamos la panza sin remordimientos de conciencia. Que zumben otros.

 Gabriel Cusac


3 comentarios:

Lola dijo...

jajajajajajaaaaaaajjjaaa juas juas jaajajaja ... y yo me lo he perdido!!!

Jony dijo...

jeeeeejejjj
muy buenooo..

juan de la cruz471 dijo...

¿Existe Cristino o es un fantástico secuaz desdoblado de Cusac?
No sé si quiero conocerle, porque las personas defraudan a sus personajes.
La curiosidad por la ciencia fue matando a religiones y mitologías. No quiero yo esto, por eso disfrutaremos de la distancia de la literatura.
Los personajes de la radio siempre son más feos que su voz, así que, por si acaso, me abstengo de preguntar.