Loor
al sello Siruela, a su Biblioteca
de Babel y a su Biblioteca sumergida,
a su colección –iniciática para tantos lectores, entre los que me cuento-
El ojo sin párpado. Fue precisamente en la biblioteca babélica, dirigida por Jorge Luis Borges, donde descubrí
una antología de cuentos de Giovanni Papini, reunida bajo el título de uno de
ellos, El espejo que huye. Todos los
relatos son excepcionales; No quiero más
ser el que soy me parece el mejor.
No quiero ser más el que soy
presenta el monólogo desesperado de alguien que ha llegado al límite de las
experiencias y reniega, más allá del hastío, de su cuerpo, de su alma, de su
yo. Este hombre desecha la idea del suicidio; quiere vivir, pero de un modo
radicalmente distinto, donde el pasado no cuente. Borges, en el prólogo,
resume: “es la expresión perfecta de un anhelo que han sentido todos los
hombres y que nadie, que yo sepa, había escrito”. Quizá todos hayamos sentido
alguna vez el deseo de hacer borrón y cuenta nueva en nuestra existencia. Pero
hay una diferencia abismal entre el desengaño del fracaso, o el ansia de
expiación ante una gran culpa, y el vacío de quien lo ha vivido todo, de un graduado en terribilidad, como se autodefine
el protagonista. Él es un superhombre y a la vez un monstruo que, superando las
trabas de la conciencia, ha apurado los horizontes espirituales.
En
escasas líneas, con un énfasis que convierte cada cada frase en un trallazo,
Papini plantea al lector un problema filosófico. Pero la genialidad del relato
se descubre en su final, cuando aparece un segundo personaje cuyas palabras,
sutilmente inaugurales, revelan al protagonista su nueva condición, su nueva
vida.
Jamás
he leído un relato más perverso, este destilado de Villiers, Sade, Apollinaire
y Crowley. Un relato que, perversamente, encabeza una cita del más famoso poema
de Santa Teresa.
Había experimentado, pensado,
imaginado, soñado todo lo que hay, lo que habrá, lo que podría haber en él [el
mundo] de más terrorífico, de más
tormentoso, de más horripilante, de más monstruoso y desatinadamente
angustioso. Conocía la ansiedad de las esperas nocturnas, las desesperaciones
de los últimos besos, los temblores de las apariciones silenciosas, los
estremecimientos de los relojes invisibles que marcan en las noches las horas
eternas, los espasmos de suplicios imposibles, los gemidos exasperados de las
almas sin asilo, la fiebre errante de los coloquios demoníacos. Pero no conocía
todavía la más terrible cosa que puede existir en el mundo; no conocía el
suplicio último, el suplicio supremo.
La
biografía de Papini parece un manual para no caer simpático a nadie. Esto contribuye a su olvido. O quizás no; en la literatura, simplemente, también hay modas. Pero ni de lejos creo a Borges, sabio que nunca
discriminó sus lecturas por razones ideológicas: “Leí a Papini y lo olvidé. Sin
sospecharlo, obré del modo más sagaz; el olvido bien puede ser una forma
profunda de la memoria. Sea lo que fuere, quiero referir una experiencia
personal. Ahora, al releer aquellas páginas tan remotas, descubro en ellas,
agradecido y atónito, fábulas que he creído inventar y que he reelaborado a mi
modo en otros puntos del espacio y del tiempo”. No creo que Borges, el
memorioso y un punto infame Borges, olvidase nunca al autor florentino. Borges
era experto en este tipo de elegantes
coartadas tardías.
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