Entre la nómina del santoral también
estaba San Silvano, que casi es decir San Fauno, Santa Náyade, Santa Dríada, Santa
Paganía Silvestre. Sea como fuere, San Silvano y toda la recua hagiográfica del
20 de febrero se postraron ante dioses insurrectos, y aquel día aconteció, díscolo
y dulce, un exabrupto contra la normalidad. Es cierto. En el día más loco del
febrerillo loco, pasó la utopía y pasó el hechizo, al menos en estos lares.
Porque ocurrieron prodigios en la ciudad
estrecha. Ya solo queda un perdurable perfume de incertidumbre.
¿Qué aconteció?
Una cárdena flor bipétala, y sus
pétalos como inflados labios femeninos, a lo bótox, apareció en la Peña de la
Cruz tal aparecen las violetas montaraces. A la vista, salpicó el sitio de besos
aparentes; al tacto, regalaba un beso verdadero a quien se tumbara junto a
ella. Hombres, mujeres, niños, jóvenes, ancianos, tanto dio. Quienes recibieron
tal regalo, el beso abracadabrante, se tornaron melosos, mimosos, melindrosos. Hubo
en Béjar, por San Silvano, una pasajera corriente de cariño. Falta hacía. Por
el mismo paraje y por El Castañar, por Llano Alto y por La Centena, por La
Fuente del Lobo y por Santa Ana, por La Francesa, tomando pacíficamente los
montes del sur y pintándolos de fiesta, voló un extraño pájaro colorido, un
alado tropical que parecía escapado de las leyendas de Miguel Ángel Asturias.
Llevaba el arcoíris en sus plumas, un penacho señorial, una cola en abanico; el
pico, curvo de los nectívoros, era lapislázuli tallado. Tenía el volador tamaño
de gorrión, y apóstata la actitud. Rara
avis, en verdad, sumario abigarrado de pavo real, loro y colibrí. Y pájaro de cuidado, oigan. Cantaba
heterodoxo, pues en vez de decir “pío”, decía “yonopío”, todo seguido.
“Yonopío, yonopío”, iba proclamando el ácrata. Le bautizaremos con onomatopeya,
qué menos, porque tiene mérito lo del “yonopío”. Es sonoro; pruebe quien quiera
la lectura en voz alta: “¡Yonopío, yonopío, yonopío!”. Luego, cante de
carrerilla.
La roja flor amorosa, con su siembra
de cariños, y el yonopío coronando robles y castaños, revolvieron lo autóctono,
proclamaron Jauja de un día y resucitaron la maravilla por los montes del sur.
Pero dentro de la misma ciudad acontecieron otras metafísicas no menos
espectaculares. Al mediodía, el gigantón Hombre de Musgo, tirando con desdén su
escudo apócrifo y su porra cavernícola, marcó un terrible corte de mangas en el
aire y abandonó su solio de La Antigua. Festina
lente, con paso autómata y demoledor, cogió la Veintinueve de agosto como
quien coge el camino de la venganza. Daba miedo ver la mole en movimiento, esa
cacharrería andante que hacía retemblar las paredes. “¡Bum! ¡Bum!”, pisaba. Y
la gente corría como en una película de invasión alienígena. A la par que espantaba al paisanaje,
poco a poco iba arremolinando tras su estela una caravana sobrevenida e inútil donde
marchaban todoterrenos de la Guardia
Civil y de Protección Civil, coches de la Policía Local y de la Policía
Municipal, una furgoneta de la Cruz Roja, dos ambulancias, un camión de
bomberos y el camión municipal de obras con el alcalde de copiloto. “¡Esto es
un sin Dios!”, gritaba el munícipe con medio cuerpo fuera de la ventanilla y
gesticulando desesperado, a lo baile de San Vito. Vibraban los adobes y las
vigas centenarias de la ciudad vetusta, se estremecía el esqueleto urbano.
Veintinueve de agosto, Plaza Mayor, Calle Mayor: 200 expedientes de ruina en el
camino.
Ya en La Corredera, junto a la
fuente, el Hombre de Musgo se dio la vuelta, enfrentándose al convoy, cual ya
cerraba, por despiste o mercadotecnia, la furgoneta del carbonero, voceando por
megafonía: “¡Picón, picón de encina!”. Se produjo entonces desbandada general,
porque una cosa es aparentar que se defiende a la ciudadanía y otra ser
gilipollas, y todos los ocupantes salieron pitando de los vehículos. El coloso
se limitó a chafar el capó de un Nissan de los picoletos. Para muestra, un
botón. Luego, con una especie de bamboleo pendular, diríase que afectadamente,
el monstruo se acercó a la fuente para coger a la Bañista de la mano. A
colación, debe decirse que ya discuten los eruditos locales, casi
exegéticamente, el porqué de no haberse animado el día de los prodigios la
colección del Museo Mateo Hernández, y lo más aceptado es que acaso los museos
sean cárceles, y prisioneras las obras. También se apunta que la revolución es
callejera por antonomasia, y que de todas formas la Gran Bañista original, esa
macizísima, esa provocadora de marcada anatomía en granito coral de Finlandia,
emigró el año pasado al Reina Sofía. Pero
a cuenta de qué razonar pequeñas minucias en las grandes maravillas; quién sabe
si el Hombre de Musgo, por afinidad metálica, iba ya a tiro hecho. En todo
caso, bella de bronce y bestia de acero, con la foca de escolta, tiraron para
el Arca Madre. Irían en busca de la flor de amor, del canto nuevo del yonopío.
Sobre las siete de la tarde, mientras
beatos aterrorizados cantaban
apocalípticamente en las iglesias el último ángelus, precedió al crepúsculo una
niebla de ámbar. Apareció súbita y enorme, desde no se sabe dónde, y bajó a la
ciudad como el émbolo de una prensa. Olía a manzana verde, qué capricho. Se disolvió al minuto, fugaz y misteriosa,
clausurando los portentos. Retornando la asustada luz del atardecer, ya estaban
las estatuas en su sitio, quietas y calladitas, como mandan los cánones; y ya
no estaban por el monte la flor besucona y el pájaro que piaba el no piar. ¡Ah! Casi queda
olvidada, en estos apuntes, otra fantasía singular: siete bejaranos, el 20 de
febrero, sustituyeron la tarjeta del ECYL (vulgo INEM) por un contrato de
trabajo.
La bipétala flor, trayendo fiebres de
ternura; el pájaro iconoclasta (de carrerilla: “¡yonopío, yonopío, yonopío!”); las
estatuas vivientes; el cierre de fiesta con niebla de ámbar, aromada de manzana
verde; siete parados bejaranos que dejan de serlo: prodigios en Béjar por San
Silvano.
Gabriel Cusac
2 comentarios:
Jajajaaajaa, qué bueno Gabriel!! me ha encantado, como siempre!! Pepa.
Gracias por la visita, Pepa.
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