Vista de Béjar (foto: Paulino Aliseda, en Béjar biz) |
No suelen
madrugar. Pero cuando a media mañana abandonan sus cubiles se adueñan de las
calles de la ciudad estrecha como una
marabunta implacable. Su agresividad no ha dejado de aumentar en los últimos
años, amparada en el número, la intimidación constante y la defensa grupal. Sin
embargo, como bestias sin escrúpulos, como auténticos chacales, en
muchas ocasiones se enfrentan entre ellos, y lo mejor que puedes hacer si estás
cerca, paisano amigo, es salir huyendo antes de que la virulencia de su lucha
te alcance. Maledicentes, groseros, miserables, dotados de una infinita
perversidad, se ceban en el chivo expiatorio y gustan de la crucifixión; han
dejado atrás cualquier precepto moral, la ley de la jungla es su ley. Es
importante saber que los miembros femeninos de esta tribu urbana son más
peligrosos, y, por decirlo de alguna manera, detrás de cada gran gamberro se
esconde una gamberra aún peor.
El ciudadano
pacífico debe ignorar sus provocaciones. No hagas caso si te señalan, si lanzan
comentarios vejatorios a tu paso, si te hieren con las puntas de los paraguas
los días de lluvia (una de sus diversiones favoritas), si se cuelan en la fila
del banco o del supermercado, si cometen delante de tus narices las más
terribles imprudencias al volante (como
tienen por norma) o si monopolizan, con ademán retador, el ancho de la acera.
No lo hagas, o te ocurrirá lo mismo que a mí.
Llevaba mucho
tiempo reprimiéndome. Años. Pero, seguramente más por sentido de la dignidad
que por valentía, decidí un mal día plantar cara a sus desmanes. Y lo hice
respondiendo con la misma moneda a una de sus afrentas favoritas. Sabido es que
estos macarras gustan desafiar a cualquier transeúnte examinándole de arriba abajo,
mirándole con insistencia y descaro mientras farfullan maldiciones. Hace poco
más de una semana comencé a aguantarles
la mirada según su propio estilo, es decir, con ojos de loco y estirando el
cuello al máximo; acto seguido, imitando del mismo modo uno de sus signos de
desprecio más comunes, carraspeaba escandalosamente, como si hubiera que
desincrustar el gargajo de los mismos cojones, y escupía con la rabia de un endemoniado.
Su reacción no
se ha hecho esperar. Ayer, a primera hora, varios miembros de esta tribu urbana
me estaban esperando en el Parque de La Corredera, donde trabajo. Eran unos
diez o doce, todos con gorras de visera
bien caladas y empuñando gruesos bastones, armas terribles que en este caso
nada tienen que ver con la tercera pierna de la adivinanza de Edipo. Me
molieron a palos.
Por pura
casualidad, en el Clínico de Salamanca, donde me recupero de los estragos
físicos de la paliza -a la par que un psicólogo intenta en vano erradicar mi
profunda gerontofobia-, estoy leyendo una recopilación de artículos que Camilo
José Cela publicó en ABC en los años 80. Aunque parezca mentira, Cela admite
ser aún más infame de viejo que de joven. Escribe, ya septuagenario: “La gente
de mi edad –y, de aquí para arriba, peor-, suele ser muy necia y muy
presuntuosa, muy escalafonaria y rollista; a lo mejor, esto es el instinto de
conservación, ¡quién sabe!, o la defensa de los últimos y más oxidados
baluartes. La fábula del clavo ardiendo no salió de la nada ni es ajena a la
vida del hombre y sus desesperaciones. A mí me parece que, en una sociedad
habitable, los hombres no deberían trabajar ni tener derechos a partir de los
cincuenta y cinco o sesenta años. Si al mundo no se le inyecta constantemente
sangre joven acaba convirtiéndose en un panteón; la historia de los pueblos
tiene muchos instantes vestidos de panteón babilónico y esto debe ser evitado
para huir de la fantasmagoría del amargo rigodón de las momias, que siempre
termina deslucido”.
Espero no llegar
nunca a ser como ellos. Aunque bien se dice que cuanto más viejo, más pellejo.
Lo peor es que tengo los 50 abriles a tiro de piedra, y la vida corre que echa
hostias. Es decir, con toda probabilidad yo seré, dentro de poco, otro bastardo jubilata. Puta vida.
Gabriel
Cusac
No hay comentarios:
Publicar un comentario