En
1555, Olaus Magnus, el último primado católico de Suecia, publicó su Historia
Gentibus Septentrionalibus, crónica monumental de la etnología, la
geografía y la historia cultural de Escandinavia […] Un capítulo entero de la Historia
está dedicado a las lluvias de peces, ranas, ratas, gusanos y piedras que
ocurrían con frecuencia en los países nórdicos.
La
sirena de Fiji y otros ensayos sobre Historia Natural y No Natural,
Jan Bondensen
En
algún momento, durante esta forzada reclusión, tuve un ramalazo heroico, un
espejismo de lector contumaz, y pensé que era buen momento para abordar arduos
himalayas narrativos, como el Ulises de Joyce, el Paradiso de
Lezama Lima, El siglo de las luces de Alejo Carpentier o El obispo
leproso de Gabriel Miró (seguramente el más digerible de la lista). Nunca
pude con ellos. Alguien se echará las manos a la cabeza, porque nada hay más
subjetivo que la literatura: cada lector es un mundo. Reconozco incluso que
Carpentier o Miró me parecen soberbios, pero su estilo es demasiado puntillista
para mi paciencia. A otros les resultarán insufribles los tochos de Mujica
Láinez, por ejemplo; yo los leo y releo con fruición. En todo caso, que cada
cual escoja sus respectivos himalayas y se plantee lo apropiado de escalarlos
ahora o no. Particularmente considero un acierto haber desestimado la empresa; ¿no
estamos bastante jodidos ya como para embarcarnos -acaso por pura vanidad- en
masoquismos intelectuales o intelectualoides? A cambio, en estos días
coronavirulentos, me estoy entregando con gozo a algunos de mis escritores
favoritos, y además tengo tiempo para revisar curiosidades olvidadas. Así,
rescaté de la librería -ese botiquín del alma- El libro de los condenados,
de Charles Fort. Y Fort me hizo recordar un suceso inexplicable acaecido hace
veinte años, pero ya inmerso en el olvido colectivo. ¿Se acuerdan de cuando el
cielo nos regalaba bloques helados?
Se
presentó 2000 con ínfulas apocalípticas, y las primeras semanas del año nos sorprendieron
con la caída de bloques de hielo en toda España; alguno alcanzó los
tres kilos de peso. Gélida epidemia con tufo de maldición. Se llegaron a
registrar más de medio centenar de casos, pero como somos un país de coña
muchos de ellos se debieron a bromistas. Por otra parte, los rigurosos
criterios de verificación científica (que exigían, por ejemplo, la observación
directa de la caída) redujeron a media docena el número de bloques estudiados. Las teorías que surgieron, entonces y después,
se han demostrado insuficientes, cuando no absurdas. Leo un artículo de ABC
Ciencia de 2008 sobre la que parece más sólida de todas, precisamente elaborada
por un equipo científico multidisciplinar español, y parece evidenciarse que
tal teoría, en todo caso aproximativa, es precisamente como un bloque de hielo.
Sólida hasta que se deshace. “Desconocemos cómo empieza el proceso de
nucleización de los trozos de hielo, y cómo se sostienen en la atmósfera pese a
su elevado peso. Pero el caso es que caen”, dice Jesús Martínez-Frías, uno de
los componentes del equipo de investigadores. No obstante, la caída celeste de
bloques de hielo -que, en menor medida y en torno al 2000, se repitió en otras
partes del orbe- parece de las menos sorprendentes entre el ameno catálogo de
las lluvias insólitas.
En 1919, mucho tiempo antes de estos acontecimientos, Charles Fort publicó “El libro de los
condenados”, abracadabrante miscelánea de lo raro, empero apoyada en un ímprobo
soporte documental. Durante 30 años, Fort se dedicó a elaborar fichas de
sucesos inexplicables a partir de las noticias que recopilaba de distintas
fuentes escritas; llegó a los 25.000 registros. Algunas de las incógnitas son
triviales, perfectamente explicables -como las “cruces de hadas”, formadas por
la cristalización de estaurolitas; o las por él bautizadas como “marcas de
ventosas”, cazoletas o marmitas de gigante, simples fenómenos de erosión en las
rocas-, otras pueden albergar una respuesta lógica o científica suficiente,
pero buena parte de ellas siguen pululando en el tenebroso bosque de los
misterios. Varios capítulos del ensayo fortiano están centrados precisamente en
las lluvias insólitas, donde la solución científica se queda cojita coja como
el diablo cojuelo: trombas marinas, tornados o huracanes, mensajeros capaces de
recoger la “mercancía” en un punto geográfico y depositarla raudamente en otro
mucho más alejado. Fenómenos atmosféricos que la mayoría de las veces no han
acompañado las lluvias insólitas y que, de todas formas, no justifican la
selectividad de especies u objetos manifiesta que se produce en este tipo de
lluvias. Porque las lluvias son de peces. O de ranas. O de serpientes. O de gusanos. O de hojas secas. No hay mezcla;
las lluvias se caracterizan por su calidad homogénea. Y es evidente que la
furia succionadora de los fenómenos atmosféricos citados arrastra lo que puede,
sin detenerse en el derecho de admisión. Enfrentándose -valga la metáfora: como
un buque rompehielos- a la pusilanimidad académica, a los cánones científicos
imperantes, Fort, con todos sus defectos y carencias, es el héroe heterodoxo, el
pionero que despeja el camino para el estudio sin complejos de los ooparts y de
los ovnis, de los fenómenos paranormales, de lo inexplicable en general. No es
exagerada la afirmación de que Fort encarnó una revolución cultural.
¿Qué
ha caído del cielo?
Respecto
a los cubitos de hielo, el propio listado de maravillas de Fort es pródigo. Hay
demasiado donde elegir; su enumeración sería cansina y repetitiva. Pero una de
las delicatesen de la casa es el relleno, con ranas dentro (Dubuque, Iowa, 16
de julio de 1882). También tenemos revuelto de hielo y peces de Derby
(Inglaterra, julio de 1841). ¿Hielo sencillo? Quizá les baste el bloque de
Candeish (India, 1828), un metro cúbico de nada. O el de Ord (Escocia, agosto
de 1849), una cuasicircunferencia de seis metros de contorno. ¿Y lluvia vegetal? Por
supuesto. Con heno de Wrexharn (Inglaterra) o de Monkstown (Irlanda), cosecha
de julio de 1875. O con hojas secas, varios ejemplos en Francia durante el
último tercio del XIX (pero ninguno en otoño), algunos documentados por el
mismo Flammarion.
Más numerosas son las lluvias de animales. Abundan sobre todo las de peces y las de batracios,
con infinitud de ejemplos a lo largo de la historia (aunque en este artículo he
procurado evitar las referencias remotas), repartidos por todo el mundo, como
la de ranas en Frías de Albarracín (Teruel, 1988) o en El Rebolledo (Alicante,
2007). Sorprende que en la mayoría de estas ocasiones peces y anuros están
vivitos y coleando, intactos. En otras aparecen desguazados, revueltos en su
propia sangre. A veces llueven solos, secos; a veces entre precipitaciones, a
veces en días sin nubes ni viento. Este tipo de lluvias, con todas las
reservas, parecen más afines a la teoría de los torbellinos. Pero hay otras que
destrozan todos los parámetros. Lagartos en Montreal (Canadá, 28 de diciembre
de 1857). Hormigas (sin alas) en Cambridge (Inglaterra, 1874). Gusanos en
Christiania (Noruega, 1876). Serpientes en Memphis (Estados Unidos, 15 de enero
de 1877). Caracoles en Cornualles (Inglaterra, 8 de julio de 1886) o Hinojos
(Huelva, 1967). Mejillones en Paderborn (Alemania, 19 de agosto de 1892). Un
maná de codornices en San Fernando (Cádiz, 25 de septiembre de 1872) y Valencia
(junio de 1880). Cangrejos en Nueva Gales del Sur (Australia, 1978)… También
han caído del cielo semillas o piedras; para desgracia de Juan Luis Guerra,
parece que lo único que no ha llovido es café en el campo. No he podido evitar la
guasa.
Insólitas
dentro de este fenómeno insólito hay otras lluvias, particularísimas, que
incluso resultan difíciles de creer para el pobre paranoico que suscribe (como
el despreciable y a la vez magnífico Giacomo Casanova, “siempre he tenido en el
alma un germen de superstición”). Pero no por la singularidad de los fenómenos,
sino porque la escasa información y la ausencia de referencias contrastadas no
avalan la certeza. Son fenómenos tan localizados, por otra parte, que inducen
más a pensar en una variante espectacular de aportes poltergeist. Así, los
chaparrones de huevos sobre un colegio de educación primaria en Wokingham
(Inglaterra), acaecidos durante varios días -días claros- en los principios de
diciembre de 1974. La escuela tiene un nombre gracioso; se llamaba (y se sigue
llamando) Keep Hatch, “seguir empollando”. Así, la lluvia de monedas,
exóticas y antiguas, que acribilló un albergue alpino de Oberstdorf (Alemania),
en el verano de 1969…
La
rebusca de lluvias curiosas ha hecho que, durante un largo y terapéutico rato,
me haya olvidado de este cabrón que nos tiene martirizados: el COVID-19. Otra
cosa es. Espero que mis tres o cuatro lectores también hayan tenido unos
minutos de solaz. Ánimo, venceremos.
Gabriel
Cusac
2 comentarios:
Hola, yo soy una de las 4 lectores. Una pregunta, sabes en qué libro o revista Flammarion habló sobre las lluvias extrañas de Fort?
Bueno, desconocida y casi única lectora, Fort cita como referencia en numerosas ocasiones "La atmósfera" de Flammarion; un tocho enciclopédico, por lo visto. Hay ediciones en español. Pero seguramente también podrías encontrar algo en la revista fundada por el astrónomo francés, precisamente titulada: "La astronomía". Gracias por tus visitas.
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