Sic transit gloria mundi
Gabriel
Cusac Sánchez
En la escuela nos han enseñado la historia
de una mujer -y reina por la jerarquía, la belleza y la inteligencia- que
besaba al poeta dormido por feo que fuera.
Gaston Leroux, La muñeca
ensangrentada
I. Cómo es Jesús María Oppenheimer-Sánchez y Fecales
de Zamarramala. Atenciones prosopográficas y etopéyicas.
Llamadle Chuchi.
Salvando
algunos casos circunscritos a la
infancia y a determinados tipos de vesania, ningún lector es capaz de formar una
imagen mental siquiera aproximada del personaje descrito en un texto, del mismo
modo que para saber cómo son un manzano, un mejillón o la flor de la canela hay
que verlos, no consultar el diccionario. Sin embargo, considerando que este
tipo de retratos artificiosos forman parte de los cánones literarios (considerando
además que existe una gran probabilidad de que el jurado de este concurso, amén
de ilustre y soberano, sea también gran observador de los cánones literarios),
procederemos al engorroso, pero necesario,
trámite descriptivo que, en su parte
prosopográfica, podría intitularse Chuchi,
o cuando la anatomía es un agravio.
Chuchi es un
ser escuchimizado, una miseria de hombre que alcanza el metro sesenta con
problemas y tiene las carnes justas para envolver la osamenta. Este prototipo
de canijo, este auténtico miñambres de pechos acuchillados por las costillas,
padece empero una enfermedad paradójica, una enfermedad rara como un obispo
apóstata o una mariposa de diciembre, pero que sin duda existe y es culpable no
solo de la desproporción manifiesta de sus pies, manos y apéndice central, sino
también de su mote, léase don Nosferatu, donde el tratamiento pronuncia la coña.
Si Chuchi enterrara sus manos, quizá arraigaría. Si Chuchi enterrase sus pies y
alzara los brazos, sería algo parecido a
esos árboles personificados que salen en los cuentos infantiles. Para
completar el ramito, añádase que Chuchi cojea de la izquierda por una polio.
Mirando por el lado bueno este breve, pero cruento, catálogo de adversidades
físicas, cabe apuntar que Chuchi se libró de la mili, rito de iniciación patriótico
antaño obligatorio.
En lo que
respecta a la segunda parte de las descripciones prosopográficas canónicas, o
sea el rostro, todo resulta mucho más sencillo señalando al atento lector el
término médico facies peritoneal, concepto que
resume excelentemente este apartado aunque, en puridad, no podamos
hablar de cuadro clínico. Comprimida y sufriente per se, como hecha un gurruño,
semejante facies queda enmarcada o
escondida, depende, por una media melena -negra como ala de cuervo, negra
asimismo como la propia ceja doble de Chuchi- donde se concilian el mester de
juglaría y el heavy metal, dada la prolongación de la misma en sendas patillas de
hacha. Otras reminiscencias medievales asoman en: a) los pómulos, marcados como
almenas; b) la nariz, abultada y granosa, con cierto aspecto de bola de
mangual; c) la mandíbula inferior, tal ariete d) orejas de soplillo en los
flancos de la facies o panoplia, a
modo de tenantes custodios. Utilizaremos una referencia moderna, empero, para
construir otra bella metáfora calificando su sonrisa de estadística, por lo de
las gráficas de barras. Y la última pincelada de este lienzo: ojos verdes, muy
bonitos, en el fondo de las cuencas, dos esmeraldas tiradas a sendos pozos.
Hoy por hoy,
Chuchi tiene cincuenta y cinco años.
Finadas las
dos partes canónicas relativas a la prosopografía, únicamente resta atender la
etopeya. Luego ya empezaremos a contar una historia.
Etopéyicamente,
Chuchi es un tío muy majo, vaya que sí. Por eso no mentimos al calificarle como
bella persona, aunque no sea una persona bella.
Y ya, sin más dilación, pasamos a contar qué
le pasa a Jesús María Oppenheimer-Sánchez y Fecales de Zamarramala, alias don
Nosferatu, llamadle Chuchi.
II. Qué le pasa a Chuchi. El meollo propiamente
dicho.
Chuchi vive en una pequeña ciudad salmantina,
descolgada del campo charro, cuyo nombre no aparecerá en estos papeles
discretos. Si hacemos caso a los postulados del determinismo geográfico, el
entorno privilegiado de dicha (o no dicha) ciudad asegura la altivez, la
nobleza, la generosidad, la firmeza de carácter, la amplitud de miras de su
paisanaje. Si hacemos caso al refranero popular, en todas partes cuecen habas.
Si nos olvidamos de pamplinas, resulta bastante significativo explicitar que no
tanto por su peculiar fisonomía urbana, a modo de franja extendiéndose elásticamente
sobre un valle, como por la todavía más peculiar idiosincrasia de sus habitantes,
es llamada la ciudad estrecha. En
ella conviven pacíficamente unas doce mil almas, unidas por las fuertes
trabazones de la vecindad, los intereses comunes, la genealogía recurrente, la
desconfianza frente al extranjero, el chismorreo, la envidia, el acentuado
complejo pueblerino frente a la ancha y cosmopolita capital de provincia, etc. Un
lugar del confín de Castilla, en definitiva, bastante habitable en términos
generales, donde Chuchi saluda a los vivos, entierra a los muertos y perdura en
una soltería aparentemente plácida… Pero sólo aparentemente, y entra aquí el
meollo, o sea nudo narrativo.
Porque esta
placidez, el sentencioso recurso del buey solo, no es más que una coartada
convencional, un falso impermeable del alma, un disfraz que le proporciona
cierta comodidad a la hora de posar frente al mundo, pues enseñar la desgracia
significa multiplicarla (o eso piensa nuestro personaje). En realidad es ya
rancia su inquietud de encontrar la media naranja; nada desea más desde que
dejó atrás una niñez no especialmente memorable, cuando su nombre equivalía al
toque a rebato contra el chivo expiatorio. Pero esa complementaria mitad de salustiana, valencia o navelina también
lleva retrasando su advenimiento desde entonces, con una tozudez indiciosa de la
utopía, sin un resquicio siquiera probable donde pudiera haberse despistado la
fatalidad. Chuchi, durante tan largo periplo, no ha tenido ni rollos, ni aventuras, ni noviazgos, y solo
las recurrentes procuras de la piel y la palabra mercenarias han supuesto,
siempre con un regusto amargo, el pobre lenitivo a la carencia de una compañera
amada[1].
La empresa de conseguir esta compañera, dadas
sus hechuras (las de Chuchi), resulta harto compleja; al no padecer de idiocia,
es muy consciente de ello. Lo rubrica la frecuencia de un sueño. Chuchi está en
la barra de
Al asunto de
las hechuras, de su fealdad teratológica, deben añadirse dos problemas
secundarios: la propia estrechez de la
ciudad estrecha, donde todas las mujeres solteras, si no están
comprometidas, lo parecen, y un oficio que, acaso debido a cierto recelo
supersticioso, no favorece precisamente el establecimiento de las relaciones
amatorias. Contrariedades que nos ofrecen la oportunidad, por fin, de utilizar
la palabra tesitura, del mismo modo que, con anterioridad (y, modestia aparte,
también con buen tino), hemos recurrido a otro vocablo culmen de nuestro léxico:
periplo. Pues bien, ante esta tesitura, Chuchi lleva algunos años desarrollando
una respuesta que hasta el momento no ha dado los frutos deseados, pero en la
que confía ciertamente. Se trata de publicitar su belleza interior, de
compensar, digamos, los estragos prosopográficos con las virtudes etopéyicas. Hablando más
claro: Chuchi busca la notoriedad, la fama. Aunque no la fama per se, fatua aspiración sintomática del
complejo de inferioridad, sino la praxis de la fama, ésta como inefable reclamo
de su media salustiana, valencia o navelina. Existen, al caso, varios caminos. Caminos fatigosos, como
la gesta deportiva; caminos impúdicos, como la política (donde la competencia
es aún más feroz); caminos inanes, como el regicidio; caminos de ancho acceso, pero
que la masificación convierte en intransitables, como el voluntariado heroico;
y trochas más que caminos, cuajadas de tropiezos, barrancos, sumisiones y
decepciones, como las que conducen al caro Olimpo literario. Pues bien, Chuchi
ha decidido atrochar.
Chuchi pretende ser un gran escritor. Aunque
acaso sazonada de tópico y esperanza, Chuchi tiene la certeza de que todas las
mujeres sienten admiración por los escritores; sostiene Chuchi que es este un oficio muy vistoso y seductor, con
más gancho incluso que otras profesiones tan bien consideradas a la estima
femenina como médico, bombero o policía. A un escritor, solo por serlo, se le
atribuyen virtudes estupendas, como la sensibilidad y la inteligencia; un
escritor es un ser maravilloso capaz de extasiarse con los amaneceres y los
ocasos, e incluso entre medias, a cualquier hora del día, puede regalar los
oídos de una dama con ternuras y lindezas. Dos o tres metáforas bien dichas, y
a la dama ya le están haciendo los ojos chiribitas… ¡Qué praxis! ¡Menuda
bicoca!
Sí, ser
escritor, prosista o poeta. A los efectos tanto da, aunque quizá lo de poeta suene bastante mejor (dramaturgo
también suena fabuloso, pero, de teatro, sólo conoce La
venganza de don Mendo) y, además, Chuchi ya ha hecho sus pinitos líricos.
La gente parece que no se ha enterado, pero en estos papeles estamos hablando
del eximio ganador de las tres últimas ediciones de las Justas Poéticas
Fúnebres, concurso dotado con 250 euros y Calavera de Oro para el vencedor, que
patrocinan conjuntamente
Con tales
precedentes, cabe confiar en el potencial lírico de Chuchi, quien aspira a dar
el salto presentándose a concursos literarios de más renombre y, por qué no, de
más remuneración. Como él dice, el éxito
está en ciernes/como lo está del jueves
el viernes. Y es que ser poeta es una opción vital. Otra cosa es ganarse los garbanzos, claro.
Pero en tanto llegan los preciados laureles de la dea Fama, Chuchi va formándose,
y, de momento, ya es todo un erudito en cuanto a poesías fúnebres, macabras, necrófilas y similares. Un necrolírico, podría decirse. Muy pocas
personas (entre las que indudablemente, empero, se cuentan los miembros del
ilustre y soberano jurado) están versadas en la materia. ¿Quién conoce los Epitafios de Villon y de Corbière? ¿Y
las Tumbas de Mallarmé? ¿Y Como un lejano estanque de Jean Lorrain,
El lecho de la muerte de Montesquieu,
el Testamento de Charles Cros o La primera noche de Jules Laforgue? ¿Pero
quién coño ha leído todo esto, eh, quién coño?
Chuchi sí. A
nuestro vate sepulcral quizá sólo le faltaría ser enterrador en un camposanto
de postín, el Père-Lachaise, el Histórico de Londres, el romano de los poetas, para que el caudal de su
inspiración, de su particular y, de momento, modesta Castalia, aflore a borbotones. Sin
embargo, el cielo de sus esperanzas se ve entorpecido por los sombríos nubarrones
de la duda. Y la duda versa sobre su propio talento. Porque, aunque no dejase
de acumular calaveras de purpurina, aunque convirtiera el comedor en una
versión casera y áurea de la cripta dei
capuccini o de la capela des ossos,
su poesía tiene la transparencia del agua. Es decir, se le entiende todo. En
cambio, a todos los de antes… ¡a veces parece que hay que darles de comer
aparte! Lee los versos de sus maestros, de tales sepultureros máximos, y hay algunas cosas que entiende, otras que
cree entender y muchas que son jeroglíficos insolubles. Lee los suyos, y echa
de menos tanta mandanga y retorcimiento. Tienen, los susodichos, un estro
complejo y sutil, un estro de agárrate y no te menees. Todos, además, de los
tiempos de Maricastaña, unas auténticas momias… ¿No habrá escogido una
especialidad trasnochada? ¿No serán, además, las Justas Poéticas Fúnebres, un concurso -acaso,
nunca mejor dicho- de mala muerte? ¿Por ende, no
serán, sus aspiraciones líricas, más fatuas que los fuegos fatuos? ¿Y no supone
el colmo de la hipocresía meter, a la primera de cambio, el sic transit gloria mundi en todos sus
poemas, cuando precisamente lo que busca es la gloria mundi a toda costa?
Además del sic transit gloria mundi le preocupa el tempus fugit. Ya corrido, muy de largo,
el medio siglo, Chuchi cree que ha llegado el momento de tomar decisiones, de
emprender la revolución personal (de hecho, por ejemplo, no hace ni tres días
que pidió por internet una pala americana, una de esas palas estrechas y de
mango largo que usan todos los sepultureros y profanadores de las películas);
el cambio debe suceder ahora o nunca.
Chuchi ya ha dado el paso, y muda a la prosa.
Lo hace, por añadidura, presentándose a un concurso de enjundia y solera. Ha
construido un texto sincero, una gavilla de folios a medias entre la confesión
y la instancia, una suerte de microbiografía con sus adjetivos, sus metáforas y
sus preceptivas atenciones prosopográficas y etopéyicas. Ahora, espera el
fallo.
III. Adónde
conduce toda esta milonga: el desenlace.
Que depende de los
ilustres y soberanos miembros del jurado, a quienes, gentilmente, se ofrece la
inédita conclusión de esta historia.
[1] Observe el ilustre y soberano jurado la calidad y el sentido dramático
imperantes en este párrafo.