Recupero aquí una de mis fantasías antiguas, que escribí -y no por casualidad- poco después de la devota lectura de Industrias y andanzas de Alfanhuí, ese prodigio de inspiración. "Benéfica lluvia de fantasía", lo llamé entonces. Era cuando los tintes textiles de la ciudad estrecha encarnavalaban el río, cuando España se llenaba de fastos -panem et circenses- y cuando aún existían rescoldos de la llamada conciencia de clase. Pero estos ya son otros cuentos; hablábamos de Alfanhuí. Cuánto me gustaría que la feliz deuda que tengo con Rafael Sánchez Ferlosio fuese heredada por mis pequeños salvajes. Haré lo que pueda al respecto.
Vi al espantapájaros flotando en la charca del Canalizo. Parecía desteñirse en las aguas, liberando una estela azulada y tenue que culebreaba río abajo. El espantapájaros vestía dos harapos milenarios, un chaleco deslustrado y unos pantalones escasos que modestamente cubrían su cuerpo de hierba. En efecto, no era un espantapájaros de paja, sino de verde hierba, salpicado además de amapolas y margaritas tan menudas que parecían de ensalmo. Diríase espantapájaros fecundo. Casi me caí del susto cuando el pelele, girando su cabeza hacia mí, me dijo:
-Dame tu merienda.
Y, abandonando su posición yacente sobre las aguas, se acercó braceando hasta una roca de la orilla. Sobre ella reposaban una flauta rústica y un sombrerón de paja, sobre cuya copa se asentaba un insospechado nido de alondra. Había dos polluelos clamando su pitanza; los padres estarían a la busca. El extraño ser se tumbó en la roca, chorreando copiosamente. Con un gesto, me invitó a acompañarlo. Me senté a su lado, y le ofrecí un bocadillo de tortilla, mi merienda. Él lo partió en dos, con sus manos aún mojadas, y me dio la mitad. Comimos sin palabras, escuchando el vocear impetuoso del río todavía mozo. Retornó la alondra madre portando en su pico una lombriz parda. El espantajo viviente me volvió a asustar, rompiendo de pronto el silencio con una exclamación entusiasta:
-¡Viva la tortilla rica y amarilla!
Me miró. Sus ojos eran de azul y plata; su mirada parecía joven y anciana a la vez.
-¡Viva! -grité solidariamente.
A partir de ese momento su boca se convirtió en un torrente de palabras, palabras con sabor de otra época y también de libertad. Era un cicerón jovial, exagerado y grandilocuente. Me explicó su condición de vagabundo -la más honrosa profesión habida y por haber, según su criterio- y el motivo de la facha vegetal. De tanto errar por los caminos, de tanto sol y tanta lluvia posados en su pellejo, le habían germinado las plantas sobre el cuerpo. Incluso me llegó a enseñar un pequeño sembrado de trigo que le crecía en torno al ombligo, unas espigas diminutas donde se engarzaban, como frutos cristalinos, las gotas capturadas en el baño. Contó el vagabundo de su querencia a recorrer las riberas fluviales, y que en Béjar, decidido a darse un baño, bajó a los pies del Puente Nuevo, descubriendo unas orillas basureras y un caudal azul, tan intensamente azul que el remojón no podía ser ni natural ni saludable. Al vagabundo le apenaban mucho los ríos sucios; decía que eran las venas enfermas de la tierra. Pero, por desgracia, tuvo que tirarse de cabeza a las aguas de lepra azul, porque un perro enorme y mal avenido, saliendo como una bala de la gran fábrica lindante, parecía tener intenciones asesinas. Por eso el vagabundo estaba limpiándose los tintes en el Canalizo, donde el río de nombre misterioso, el Cuerpo de Hombre, todavía estaba sano.
Hablamos de todo un poco y nos despedimos con el roce del anochecer. Él se dirigía a las fuentes madres; pararía a dormir cuando ya no viera las piedras del camino. Yo emprendí la vuelta a casa, pensando tristezas. Como que en la escuela no me enseñaron a escuchar a los pájaros, ni a los vientos, ni a los ríos. Quizá, en la escuela, intentaron borrarme el alma.
En casa tengo una cajita de cristal. Guardo en ella flores y espigas en miniatura.
Gabriel Cusac
Semanario Béjar en Madrid,24 de julio de 1992
-Dame tu merienda.
Y, abandonando su posición yacente sobre las aguas, se acercó braceando hasta una roca de la orilla. Sobre ella reposaban una flauta rústica y un sombrerón de paja, sobre cuya copa se asentaba un insospechado nido de alondra. Había dos polluelos clamando su pitanza; los padres estarían a la busca. El extraño ser se tumbó en la roca, chorreando copiosamente. Con un gesto, me invitó a acompañarlo. Me senté a su lado, y le ofrecí un bocadillo de tortilla, mi merienda. Él lo partió en dos, con sus manos aún mojadas, y me dio la mitad. Comimos sin palabras, escuchando el vocear impetuoso del río todavía mozo. Retornó la alondra madre portando en su pico una lombriz parda. El espantajo viviente me volvió a asustar, rompiendo de pronto el silencio con una exclamación entusiasta:
-¡Viva la tortilla rica y amarilla!
Me miró. Sus ojos eran de azul y plata; su mirada parecía joven y anciana a la vez.
-¡Viva! -grité solidariamente.
A partir de ese momento su boca se convirtió en un torrente de palabras, palabras con sabor de otra época y también de libertad. Era un cicerón jovial, exagerado y grandilocuente. Me explicó su condición de vagabundo -la más honrosa profesión habida y por haber, según su criterio- y el motivo de la facha vegetal. De tanto errar por los caminos, de tanto sol y tanta lluvia posados en su pellejo, le habían germinado las plantas sobre el cuerpo. Incluso me llegó a enseñar un pequeño sembrado de trigo que le crecía en torno al ombligo, unas espigas diminutas donde se engarzaban, como frutos cristalinos, las gotas capturadas en el baño. Contó el vagabundo de su querencia a recorrer las riberas fluviales, y que en Béjar, decidido a darse un baño, bajó a los pies del Puente Nuevo, descubriendo unas orillas basureras y un caudal azul, tan intensamente azul que el remojón no podía ser ni natural ni saludable. Al vagabundo le apenaban mucho los ríos sucios; decía que eran las venas enfermas de la tierra. Pero, por desgracia, tuvo que tirarse de cabeza a las aguas de lepra azul, porque un perro enorme y mal avenido, saliendo como una bala de la gran fábrica lindante, parecía tener intenciones asesinas. Por eso el vagabundo estaba limpiándose los tintes en el Canalizo, donde el río de nombre misterioso, el Cuerpo de Hombre, todavía estaba sano.
Hablamos de todo un poco y nos despedimos con el roce del anochecer. Él se dirigía a las fuentes madres; pararía a dormir cuando ya no viera las piedras del camino. Yo emprendí la vuelta a casa, pensando tristezas. Como que en la escuela no me enseñaron a escuchar a los pájaros, ni a los vientos, ni a los ríos. Quizá, en la escuela, intentaron borrarme el alma.
En casa tengo una cajita de cristal. Guardo en ella flores y espigas en miniatura.
Gabriel Cusac
Semanario Béjar en Madrid,24 de julio de 1992
1 comentario:
este tambien me gusta chatín
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