Avicornio, Sara Garrido
En ese momento,
el perrazo levantó la cabeza, olfateó el aire y salió disparado.
-¿Hay bastante
materia? -inquirí entonces.
-Poca, pero
aprovechable. De todas formas, no te preocupes. Te van a leer cuatro, como
siempre. Es lo que os pasa a los pringaos, machote.
-Ya.
-Seguimos. Por
el mil trescientos y pico, el mercedario Serapio Cano, en su detestable mamotreto Speculum virtutis, habla de una
lavandera blanca, o aguzanieves, ribereña del alto Tormes, con anomalía de
cuernecillo frontal, revirado a lo tornillo, como signo de identidad. Aquí
aparece tu rara avis meapilas. Y lo
hace como una especie de telesanto,
correo caprichoso entre dos serranos de la parte abulense: san Pedro de Barco y
san Pascual de Tormellas. Con cálamo fino del propio pajarito, y como soporte
una corteza, una hoja, un canto rodado, un retazo de tela, los bienaventurados
se escribían notas, que luego viajaban atadas al asta del avicornio, obrando
semejante lacayuelo, río arriba, río abajo, de cartero servicial y gratuito.
Así hasta que una fuente manó vino, que era la indicación providencial, o la
seña del santo, para que Pedro doblara la servilleta. Una digresión: es curioso
que muchos santos, y entre ellos varios de la zona, como fray Jordán de
Becedas, rematen sus biografías hermanados de un modo u otro a Baco, por
milagro enológico, por prescripción facultativa, o por las dos cosas: In vino veritas. Y sigo. Gorjeó la
lavandera hasta Ávila, escolta canora en el traslado del santo fiambre, como
dando el réquiem. Son las noticias más tempranas, datadas por la medianía del
XII (habla retrospectivo, el fray Serapio). Luego aparece la faceta rompehielos
del pájaro, cantada en la copla que recoge el polígrafo Gabriel María Vergara.
Ahora disculpa un momento, mi alma; un breve interludio.
Saltó de la cruz
Astarot, aterrizando al ralentí y en pose croisé
devant, se dio la vuelta, y empezó a llover sobre Candelario. A media
meada, por si era poco prodigio, giró la cabeza ciento ochenta grados para
mirarme y alzar dos veces las cejas, como diciendo: “Qué figura soy, ¿eh?”. Remató
el chaparrón con remate de un pedo a lo tenor gramático. Un círculo de terreno
quedó carbonizado a los pies del diablo. Astarot y sus boutades.
-Sigamos, mi
querido manchafolios. A fuerza de tantos ocios, el avicornio derivó en acróbata
volante, una especie de Juan Salvador Gaviota en versión santurrona, pero
asimismo enganchado a barrenas, rizos, toneles, ala caída y demás pavoneos.
Pintaba en el cielo estas figuras, y en el hielo otras apologéticas: cruces
latinas, griegas, de Caravaca, radiadas, taus, también lábaros y crismones. Era un artista pío y
filigranero, pájaro con vocación de grabador polar más pendiente de las
primeras heladas, para lucirse, que del mayo florido. Vivía dichoso, imitando
aleluyas en los campanarios, robando panes en las tahonas que luego desmigaba
para sus congéneres, exhibiendo sus virguerías por estos serranos lares, y
prefigurando día a día la ilusión apoteósica de un nublado, y que se
descandaran las nubes como él descandaba los hielos, y que le alcanzara de
lleno un haz solar, oyéndose banda sonora de orfeón seráfico, para quedar desde
entonces coronado de aureola sacra. Es fácil entender que ya estábamos un poco
hartos del bendito pájaro, cansino secular.
Entonces enviamos al dragón.
-¿Al dragón?
-Sí, otro punto
para el bestiario paisano. Una criatura bellísima, atenta a los cánones,
enorme, lustrosa, impía, hambrienta de pastorcitos, vírgenes y paladines, un dragón como Lucifer manda. Llegó por los
vericuetos soterranos, y se instaló en una cueva al pie de la laguna de Béjar,
al acecho, un noviembre de los que el grajo vuela bajo. Por san Gregorio, quién
sabe si para cincelar una rosca florida en las ya cerradas aguas, apareció al
alba el avicornio, tan galano como siempre, cosiendo en los cielos sus cenefas
invisibles, raudo y zigzagueante contra la laguna como un buscapiés vertical. La
cueva, un cañón, y nuestro agente, una bala, salió entonces disparado el
dragón, a la caza. No tuvo dificultad alguna en freír la presa al vuelo, tan
afanado que estaba el avicornio en sus acrobacias, y engullirle acto seguido. Bocatto di cardinale. Eructó nuestro
héroe, con llama, y salió de sus fauces un ala chumascada. Aquí llegó el
desenlace, y malditas pascuas. Vas servido, triste mortal.
-¿Y el dragón?
¿Qué pasó?
-Esta ya es otra
historia, en verdad vomitiva. Nuestro misionero pasó un par de siglos a gusto,
zampándose todo lo que se meneaba y cumpliendo honradamente con su oficio,
hasta que la burocracia celestial se puso en funcionamiento. Un culebrón
execrable con intercesión de la
Virgen, arcángel espadachín (cuyo nombre no consta, pero te
diré que se trata de san Miguel) y mucho fasto y andamiaje peripatético. Por
originales apuntes de bululú, descubrió la historieta un leído vuestro, Gonzalo
Santonja. Del dragón quedó recuerdo en el Corpus bejarano, con semblanza en la tarasca
que antaño sacaba un concejal delegado, a la cabeza de la procesión. Y c´est fini, mierdógrafo. Ya sabes,
siempre a tu disposición.
El perro
innombrable volvió con un jabato muerto entre sus fauces.
Gabriel Cusac
2 comentarios:
En su día escuché por la radio local el lanzamiento de guante a los escritores bejaranos para que escribieran sobre este orillado personaje fantástio. Conociendo, ahora creo que los convocantes pensaban mayormente en excitarte a ti, y vaya si lo consiguieron.
Sucedió lo mismo en el siglo XIX cuando un editor de música austriaco, Antón Diabelli, propuso a una serie de compositores una variación sobre un vals de su composición. Todos participaron a su tiempo, pero el bestia de Beetoven, aunque las presentó fuera de plazo, hizo 32. Las Variaciones Diabelli.
No te escucho bien, desde el altar...ja ja.
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