El mismo título ya es indicativo de que esta novela pretende rendir homenaje al folletín de aventuras y, más en concreto, al autor de Los tres mosqueteros. No cabe duda de que el objetivo se cumple, salvo en un aspecto. Si el folletín suele descuidar la técnica narrativa y hasta la coherencia argumental en favor de la acción y los golpes de efecto, El club Dumas es una obra impecable, pulida de principio a fin. Incluso la preponderancia de los diálogos -recurso de relleno característico en el folletín y en el bestseller de la literatura actual- no implica en este caso una bajada de listón, un relajo cualitativo. Sólo cabe achacar -y perdonar- a Arturo Pérez-Reverte el abuso de una convención, por lo demás comúnmente aceptada por los lectores: es lógicamente imposible que Boris Balkan, narrador y a la vez personaje de El club Dumas, pueda describir hasta el mínimo detalle gestos, impresiones, palabras y actos de un tercero, Lucas Corso -el protagonista principal del relato-, con el que mantiene contactos puntuales.
Constructivamente, El club Dumas es un prodigio. Sin fisuras, sin esquirlas, el autor ensambla a la perfección dos tramas paralelas cuyas respectivas tarjetas de presentación son el manuscrito original de un capítulo de Los tres mosqueteros, El vino de Anjou, y un grimorio del siglo XVII, el Libro de las Nueve Puertas del Reino de las Sombras, donde supuestamente se reproducen nueve grabados del Delomelanicon, tratado mítico atribuido al propio Lucifer. Lucas Corso, una especie de detective al servicio de los bibliófilos, debe encargarse de confirmar la autenticidad del documento dumasiano y de uno de los tres únicos ejemplares existentes del grimorio. Es el punto de partida de una historia trepidante donde se armonizan el terror y lo policíaco, pero cualquier encasillamiento entre géneros resulta insuficiente ante la riqueza temática de una novela que también lo es de amor- aunque un amor, es cierto, sui géneris-, de aventuras e incluso tiene bastantes trazas de histórica. Bendito problema, el que nos supone la clasificación de algunas grandes obras. Probemos a etiquetar El nombre de la rosa. O Moby Dick. Cualquier epígrafe supondría una vaga, cuando no equívoca, referencia.
Arturo Pérez-Reverte no se conforma con crear un relato de estructura compleja. Lo anima al ritmo de thriller -o de folletín, al fin y al cabo-, consiguiendo crear una atmósfera de peligro incesante, con un Lucas Corso cada vez más al borde del abismo. Amontona los interrogantes, obligando al lector a una especulación deductiva cuyas conclusiones, una y otra vez, resultan frustradas (como mandan los cánones); nuestras pesquisas, como añadido lúdico, pasan necesariamente por el examen de dibujos y diagramas. Con pasión, pero respetando unos fundamentos eruditos, nos introduce en el hermético mundo de la bibliofilia. Salpica la novela de guiños (y sospecho que varios pasan desapercibidos). Precisamente el nombre de uno de los personajes -Varo Borja- es poco menos que el anagrama de uno de los grandes bibliófilos españoles; también aparece en nómina cierto profesor de semiótica en Bolonia. Expone un catálogo riquísimo y sugerente de alusiones literarias. Y, en definitiva, logra resucitar una experiencia infrecuente: la lectura como concupiscencia.
-...Como puede ver, el asunto es algo erudito y un poco infantil al mismo tiempo; un juego literario y nostálgico que rescata algunas viejas lecturas y nos devuelve a nosotros mismo tal como éramos; con nuestra inocencia original. Después uno madura, se hace flaubertiano o stendhaliano, se pronuncia por Faulkner, Lampedusa, García Márquez, Durrell o Kafka... Nos volvemos distintos unos de otros; incluso adversarios. Mas todos tenemos un guiño de complicidad al referirnos a ciertos autores y libros mágicos, que nos hicieron descubrir la literatura sin atarnos a dogmas ni enseñarnos lecciones equivocadas. Ésa en nuestra auténtica patria común: relatos fieles no a lo que los hombres ven, sino a lo que los hombres sueñan.
Dejé aquellas palabras en el aire e hice una pausa, aguardando su efecto. Pero Corso se limitó a levantar el vaso de ginebra para mirarlo al trasluz. Su patria estaba allí adentro.
-Eso era antes -repuso-. Ahora los niños y los jóvenes y toda la maldita gente son apátridas que ven la tele.
Una coletilla personalísima. El club Dumas ofrece una visión heterodoxa de Lucifer: la del héroe libertador. El ángel que se rebela por amor a los hombres, emancipándoles, dándoles a conocer el libre albedrío. Otra cosa no cuenta el Génesis. Comparto con agrado la sympathy for the devil de Arturo Pérez-Reverte.
Y una certeza. Contra todo pronóstico, La novena puerta de Polanski supone el fusilamiento cinematográfico de El club Dumas. Lástima.
Gabriel Cusac
Arturo Pérez-Reverte no se conforma con crear un relato de estructura compleja. Lo anima al ritmo de thriller -o de folletín, al fin y al cabo-, consiguiendo crear una atmósfera de peligro incesante, con un Lucas Corso cada vez más al borde del abismo. Amontona los interrogantes, obligando al lector a una especulación deductiva cuyas conclusiones, una y otra vez, resultan frustradas (como mandan los cánones); nuestras pesquisas, como añadido lúdico, pasan necesariamente por el examen de dibujos y diagramas. Con pasión, pero respetando unos fundamentos eruditos, nos introduce en el hermético mundo de la bibliofilia. Salpica la novela de guiños (y sospecho que varios pasan desapercibidos). Precisamente el nombre de uno de los personajes -Varo Borja- es poco menos que el anagrama de uno de los grandes bibliófilos españoles; también aparece en nómina cierto profesor de semiótica en Bolonia. Expone un catálogo riquísimo y sugerente de alusiones literarias. Y, en definitiva, logra resucitar una experiencia infrecuente: la lectura como concupiscencia.
-...Como puede ver, el asunto es algo erudito y un poco infantil al mismo tiempo; un juego literario y nostálgico que rescata algunas viejas lecturas y nos devuelve a nosotros mismo tal como éramos; con nuestra inocencia original. Después uno madura, se hace flaubertiano o stendhaliano, se pronuncia por Faulkner, Lampedusa, García Márquez, Durrell o Kafka... Nos volvemos distintos unos de otros; incluso adversarios. Mas todos tenemos un guiño de complicidad al referirnos a ciertos autores y libros mágicos, que nos hicieron descubrir la literatura sin atarnos a dogmas ni enseñarnos lecciones equivocadas. Ésa en nuestra auténtica patria común: relatos fieles no a lo que los hombres ven, sino a lo que los hombres sueñan.
Dejé aquellas palabras en el aire e hice una pausa, aguardando su efecto. Pero Corso se limitó a levantar el vaso de ginebra para mirarlo al trasluz. Su patria estaba allí adentro.
-Eso era antes -repuso-. Ahora los niños y los jóvenes y toda la maldita gente son apátridas que ven la tele.
Una coletilla personalísima. El club Dumas ofrece una visión heterodoxa de Lucifer: la del héroe libertador. El ángel que se rebela por amor a los hombres, emancipándoles, dándoles a conocer el libre albedrío. Otra cosa no cuenta el Génesis. Comparto con agrado la sympathy for the devil de Arturo Pérez-Reverte.
Y una certeza. Contra todo pronóstico, La novena puerta de Polanski supone el fusilamiento cinematográfico de El club Dumas. Lástima.
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