2 de marzo de 2013

La luz en el espejo



Si, cuando era niño, todas las temporadas estivales en el pueblo tenían algo de inaugural, de descubrimiento, de aventura y de sorpresa, aquel verano del 76 fue bastante especial. Ni los pequeños, en nuestra ignorancia, éramos ajenos a una brisa de esperanza y renovación que parecía vivificar el mundo adulto. Ellos, los adultos, se delataban en el nerviosismo que precede a los grandes advenimientos. Había un trajín de cuchicheos o de exclamaciones, la radio estaba todo el día conectada, nuestros padres visitaban más a sus amigos, y viceversa. Sin pretenderlo, los niños nos contagiábamos de ese clima expectante, de esa atmósfera presagiosa. Era el alba de la democracia española, esa paloma de vuelo rasante que ya hoy agoniza, presa y herida en el  avispero de la corrupción, tan obstinadamente frecuentado por nuestra deleznable clase política. Algunos de los que entonces éramos niños quisimos luego amar a nuestro país, y el propósito resultó frustrado. A nivel personal, y vientos democráticos aparte, el verano del 76 me trajo un aluvión de experiencias. Una de esas etapas prodigiosas, plenas, cargadas de sensaciones, donde se muda el alma. Pero no todo tenía que ser necesariamente positivo.
Yo contaba diez años. Miguel, uno de los "mayores" de la pandilla, doce. Él fue quien nos enseño el juego de "¡Chispa, pasa"! Nos reuníamos en una casa de labranza de sus tíos, algo separada del pueblo. Allí había un espejo curioso, cuyo marco, dorado y redondo, simulaba la caja de un reloj de bolsillo. Colocábamos el espejo en el suelo del comedor, y cerrábamos los cuarterones de las ventanas. Entonces, sentados alrededor del espejo, comenzábamos a salmodiar: "¡Chispa, pasa! ¡Chispa, pasa!". El juego requería paciencia, sobre todo porque la mayor parte de las veces, antes de conseguir el necesario punto de concentración, solíamos recrearnos en un dilatado preámbulo de sustos y bromas. Era divertido ponernos serios, aunque estos prolegómenos también aliviaban cierta tensión. O, por decirlo de otra manera, en buena parte estaban alimentados de miedo. Porque "¡Chispa, pasa!" no era un juego corriente. Al cabo cesaban las risas y, todos a una, sin despegar la vista del espejo o, más bien, de su mínimo brillo en la oscuridad, nos aplicábamos en la tarea sin cesar de repetir la letanía: "¡Chispa, pasa! ¡Chispa, pasa! ¡Chispa, pasa!...". Hasta que el resultado se producía, y una pequeña luz, la chispa, atravesaba diametralmente la luna, y todos salíamos corriendo en desbandada hacia la puerta.
Aquel verano repetimos tan extraño entretenimiento tres o cuatro veces por semana, pero a finales de agosto el juego tuvo una solución brutal. La chispa, superando el ámbito del espejo, recorrió un pequeño tramo de suelo y trepó hasta el pecho de Miguel. Todos huímos, gritando de pánico. Todos, menos Miguel. Había muerto.

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