La agudeza de Giovanni Papini (Florencia, 1881-íd. 1956) hace que algunos de sus textos tengan una cierta calidad de anticipación visionaria. No ocurre así en este caso, cuando el término "república bananera" ya llevaba bastante tiempo acuñado. Pero La compra de la república, relato incluido en Gog (obra publicada en 1931 que, tan errónea como obstinadamente, se suele calificar de novela) tiene hoy más vigencia que nunca. No he podido resistir la tentación de copiarlo.
Habrá quien apele justamente a la paradoja entre la biografía de Papini, ese canto al desconcierto, y lo plasmado en sus escritos, sin descartar el presente. Nada que objetar. Me limito a difundir un texto octogenario que, sin embargo, refleja como un espejo la realidad actual.
La compra de la república, Giovanni Papini
Nueva
York, 22 de marzo
En
este mes he comprado una República. Capricho costoso que no tendrá
continuaciones. Era un deseo que tenía desde hace mucho tiempo y del que he
querido librarme. Me imaginaba que eso de ser el amo de un país daba más gusto.
La
ocasión era buena y el negocio quedó concluido en pocos días. Al presidente le
llegaba el agua hasta el cuello: su ministerio, compuesto por paniaguados
suyos, estaba en peligro. Las arcas de la República estaban vacías; imponer
nuevos impuestos hubiera sido la señal para el derrocamiento de todo el clan
que asumía el poder, tal vez de una revolución. Ya había un general que armaba
bandas de rebeldes y prometía cargos y empleos al primero que llegaba.
Un
agente norteamericano que estaba allí me advirtió. El ministro de Hacienda
corrió a Nueva York: en cuatro días nos pusimos de acuerdo. Anticipé algunos
millones de dólares a la República y además asigné al presidente, a todos los
ministros y a sus secretarios unos estipendios dobles que los que recibían del
Estado. Me han dado en prenda -sin que lo sepa el pueblo- las aduanas y los
monopolios. Además, el presidente y los ministros han firmado un convenio
secreto que, prácticamente, me da el control sobre toda la vida de la
República. Aunque yo parezca, cuando voy allí, un simple huésped de paso, soy,
en realidad, el amo casi absoluto del país. En estos días he tenido que dar una
nueva subvención, bastante fuerte, para la renovación del material del ejército
y me he asegurado, a cambio de ello, nuevos privilegios.
El
espectáculo, para mí, es bastante divertido. Las cámaras continúan legislando,
en apariencia libremente; los ciudadanos siguen imaginándose que la República
es autónoma e independiente y que de su voluntad depende el curso de los
acontecimientos. No saben que todo lo que ellos creen poseer -vida, bienes,
derechos civiles- penden, en última instancia, de un extranjero desconocido
para ellos, es decir, de mí.
Mañana
puedo ordenar la clausura del Parlamento, una reforma de la Constitución, el
aumento de las tarifas de aduanas, la expulsión de los inmigrantes. Podría, si
quisiese, revelar los acuerdos secretos de la camarilla ahora dominante y
derribar con ello al Gobierno, desde el presidente hasta el último secretario.
No me sería imposible empujar al país que tengo en mis manos a declarar la
guerra a una de las repúblicas limítrofes.
Este
poder oculto, pero ilimitado, me ha hecho pasar algunas horas agradables.
Sufrir todas las molestias y servidumbre de la comedia política es una fatiga
tremenda; pero ser el titiritero que, tras el telón, puede solazarse tirando de
los hilos de los fantoches obedientes a sus movimientos es un oficio
voluptuoso. Mi desprecio por los hombres encuentra aquí un sabroso alimento y
miles de confirmaciones.
Yo
no soy más que el rey de incógnito de una pequeña República en desorden, pero
la facilidad con que he conseguido adueñármela y el evidente interés de todos
los enterados en conservar el secreto, me hace pensar que otras naciones, y
bastante más grandes e importantes que mi República, viven, sin darse cuenta,
bajo una análoga dependencia de misteriosos soberanos extranjeros. Siendo
necesario mucho más dinero para su adquisición, se tratará, en vez de un solo
dueño, como en mi caso, de un trust, de un sindicato de negocios, de un grupo
restringido de capitalistas o de banqueros.
Pero
tengo fundadas sospechas de que otros países son efectivamente gobernados por
pequeños comités de reyes invisibles, conocidos solamente por sus hombres de
confianza, que continúan representando con naturalidad el papel de jefes
legítimos.
Gabriel Cusac
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5 comentarios:
Este escrito prueba que es mentira eso que dices de que prefieres la literatura fantástica y que no te "pone" el realismo.
A ver que es esto, si no.
No puedo contradecirte. Gracias por la joya: gran Papini.
Real como la vida misma.
Que se lo pregunten al continente africano. Cuando no era por los esclavos era por el oro, o por el marfil, o por el petróleo, o por los diamantes, o por el iridio, o por el uranio, o por el coltan. Y que respondan los capitales ingleses, franceses, belgas, holandeses, alemanes, españoles, italianos, suizos, ... Y por supuesto los yankis.
¡Poderoso caballero es Don Dinero!
Títiro.
No te vayas tan lejos, Títiro. Aquí acabamos de vaciar las arcas públicas para rescatar a la banca.
Pues porque el gran lema del perfecto banquero es : lo mío es mío y lo tuyo de los es de los dos.
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