La
verdad es que este diario o mensuario o lo que sea aparece y desaparece como los ojos del Guadiana, los
éxtasis Mitsubishi o la S y la O del
PSOE. También es cierto que mi buen amigo Cristino lo ha monopolizado, pero qué
le vamos a hacer, si Cristino es la bomba. O sea que estos apuntes tienen poco
de diario y quizás menos de mi
diario, lo que no impide que de vez en cuando escriba cosas interesantes y de
una gran profundidad psicológica.
-Venga,
no jodas.
-Cristino,
que me desconcentro.
Así
es que hoy voy a contar algo reseñable, para solaz de mis incondicionales
(amigos o enemigos) y, también, como ejercicio de mi denigrada pluma. En
definitiva, voy a contar esta historia porque me da la gana. Y, como dijo el
cojonazos de Quevedo: “Si este tratado le pareciera de entretenimiento, léale y
pásele muy despacio y a raíz del paladar. Si le pareciere sucio, límpiese con
él” (en este caso, claro, después de imprimirlo).
Let´s go,
pues.
Cristino
se presentó en casa el sábado pasado con una especie de bolsa fiambrera
espectacular, una fiambrera tipo VIP, como de atleta de élite o acaso astronáutica.
Era preciosa y enorme (calculo que para cuatro o cinco bocadillos), de color
plateado con ribetes negros. En azul cobalto, lucía la divisa Funeralia. Espectacular, en definitiva;
seguro que la fiambrera hasta brillaba en la oscuridad. Cristino se adelantó a
mis preguntas.
-Me
lo trajo ayer Transportalia Express.
Aquí dentro está lo que queda del señor Acacio, mi tío abuelo, el ricacho de la
Argentina. El cabrón ha durado casi cien años.
Como
se sabe, cualquier bejarano tiene un pariente rico en Argentina. Esto a veces es
cierto. Los parientes ricos de Argentina vuelven una o dos veces en la vida a la
tierra que dejaron atrás huyendo del hambre, y suelen estar una semana
revolucionando el patio. En esa semana
apuran la hospitalidad de la familia bejaraniega: hay que ejercerles de guías en
Candelario, Hervás, Salamanca y los pueblos de la Sierra de Francia; hay que exhumar
del trastero los incunables álbumes fotográficos de los tiempos de Maricastaña,
cuando la abuela vendía casquería en el mercado de la Plaza Mayor y el abuelo
andaba con el estraperlo; hay que presentarles hasta el último primo, y, para
más cojones, hay que darles de comer todos los días. Curiosamente, mientras se
cascan dos platos de calderillo y medio tostón por cabeza, no dejan de alabar
las excelencias del churrasco criollo.
-A
ver cuándo cruzáis el charco para probarlo –comentan, sin dejar de masticar a
dos carrillos y conscientes de la asaz improbable consecución de la propuesta.
“Ya
podíais aflojar la guita y pagarnos el viaje, que estáis podridos de pasta”,
piensan y callan los pobres bejaranitos.
Cuando
los parientes ricos de Argentina doblan la servilleta, toda la herencia se
queda en el otro lado del Atlántico. Indianos
de hilo negro que a veces encima dejan encarguitos póstumos, como se verá.
Cristino
me enseñó la carta de Defensalia, un
gabinete de abogados bonaerense. El señor Acacio, en su testamento, había
expresado el deseo de ser incinerado, y de que sus cenizas fueran repartidas
desde los cuatro puntos cardinales de Béjar, problema que solucionaba
alegremente citando los siguientes lugares: los picos de Valdesangil, el
Calvitero, la Peña de la Cruz y el Tranco del Diablo (caprichosín, el señor
Acacio; digo yo que si hubiese nacido en Roma o en Lisboa, habría que haberle
espolvoreado por las siete colinas). Cristino, en un primer momento, decidió
tirar las cenizas en el más cercano contendor de basura que encontrara, pero cierto
ramalazo de conciencia o temor supersticioso le hizo reconsiderar tan sabia
opción, y quería que le acompañara en la ruta turístico-necrológica en torno a
la ciudad estrecha. Para convencerme,
me dijo que tenía en la Benita (así
llama a su pleistocénica furgoneta) un gramito de ala de mosca y una botella de Vat
69. Yo lo habría hecho igual, pero estos detalles indiscutiblemente
estrechan los lazos de amistad y siempre se agradecen.
Eran
las once de la mañana. Si nos dábamos prisa, podríamos tener acabado el encargo
fúnebre antes de la hora de comer. Hacía algo de viento, pero la mañana era
agradable. Dos tiros, dos chupitos, y la destartalada furgoneta de Cristino se
puso en marcha con su estruendo característico (porque el suyo, el de la Benita, sí que es un auténtico motor
de explosión). Decidimos hacer el itinerario según el orden dictado por el
señor Acacio, comenzando por los picos de Valdesangil. Como no teníamos ni
ganas ni tiempo de andar, consideramos que lo más inteligente era seguir el
camino de los aerogeneradores, por Fresnedoso, y hacer cumbre sin dar un solo
paso. Únicamente se interpuso, en este primer tramo de la misión, un enorme
candado que no se resistió a la combinación de un alambre y la navaja suiza de
Cristino. Cristino había completado el primer curso de Mecánica de F.P -yo sólo
aguanté tres meses, porque las aulas, inconsciente de mí, eran menos atractivas
que el deslumbrante catálogo de vicios que intoxicaron mi turbia adolescencia-,
y siempre queda algo de los esfuerzos lectivos. ¡Sí, mis jóvenes lectores, yo
os animo a perseverar en vuestros estudios, porque en el futuro seréis hombres
de provecho! Ya en lo alto del pico, bajo los gigantescos molinos, arrebatados
por la belleza del paisaje y por los efectos del whisky y la farla, Cristino y
yo compartimos una gratificante sensación épica. Mi buen amigo, con dilación poco
menos que artificiera, sacó la urna de la bolsa. El recipiente de las cenizas,
de cerámica esmaltada en gris marengo, era todavía más cuco que la fiambrera. Dirigiéndome
una mirada solemne, Cristino dijo:
-El
tarro, bien limpito, me va a servir para guardar la harina. Uso mucha, para las
pescadillas.
Momento
éste en que me eclosionaron los mocos hasta la misma barbilla, al no tener
prevista la aretinesca carcajada que nació lo más hondo de mi ser, dándome la
vuelta al estómago y presentándome de sopetón la curiosa sintomatología de los
testículos en ascensor. Simultáneamente, la bolsa fiambrera salió volando,
empujada por una ráfaga de aire traicionera, y en unos segundos ya estaba a
tomar por culo. Cristino depositó la urna en el suelo y corrió detrás de la
bolsa, mientras yo, en posición de decúbito supino, o sea despatarrado y panza
arriba, dejaba brotar el impetuoso caudal de mi risa floja, también de mis
lágrimas dichosas. ¡Qué exequias, la hostia, pero qué exequias!
Al
abrir los ojos, ya desahogado, descubrí en primer plano el rostro de Cristino,
que me observaba con la ternura del matarife dispuesto a degollar un cochino.
-¿Qué?
¿Ya te has corrido, cabronazo?
-Perdona,
macho, no he podido aguantarme –le respondí, incorporándome, mientras intentaba
concentrarme en la visualización mental del rostro zaino de Luis de Guindos.
De este modo reprimí como pude los últimos coletazos de la risa tonta.
El
ritual debía continuar. De espaldas al viento, Cristino abrió la urna y me
entregó la tapadera.
-¿Un
puñado?
-Tú
verás, ¿hay mucho?
-Bueno,
sí, unos cuatro puñaditos de novicia. Justo.
-Lo
malo es que el aire va en dirección Salamanca.
-Otra
cosa no podemos hacer.
Y el
puñado de cenizas acacianas se desperdigó en dirección Salamanca. No se plagia
el punto, como el lector suspicaz esperaba, de El gran Lebowski. Meamos simultáneamente en dirección Salamanca,
chupito, tiro y cigarro, y partimos a nuestro siguiente destino. Bajando del
monte a toda hostia, bandazo tras bandazo como si la furgoneta fuera una
coctelera, Cristino me comentó que no sería mala idea convertir los picos de
Valdesangil en una especie de parque cinerario natural, haciendo una ruta de
hornacinas excavadas en el mismo granito. Sería el columbario más precioso del
mundo; muchos querrían acabar allí. Volví a confirmar que Cristino, tras su
aparente rudeza, guarda un genio dentro. Lástima que no pasara del primer curso
de Mecánica. Y que tipos como Luis de Guindos lleguen a ministros. En fin.
No
tardamos mucho en llegar a El Calvitero. Allí el viento soplaba mucho más
fuerte, y ni nos molestamos en bajar de la achacosa Benita. Cristino tiró el puñadito por la ventanilla, y punto. Unos diez
o doce excursionistas que pasaban al lado se nos quedaron mirando con reproche,
como si Cristino hubiera vaciado el cenicero de la furgoneta. Y eso que ni tan
siquiera habíamos llevado la bolsa de basura para esparcirla en la sierra, como
es costumbre inveterada entre el noble pueblo bejarano. En la coyuntura, con su
delicadeza característica, mi buen amigo les espetó:
-¿Qué
cojones pasa?
“Que
son muchos, macho; que nos pueden ensartar en los bastones como pinchos morunos”,
bisbiseé a Cristino. Sin embargo, los excursionistas bajaron la cabeza y
abandonaron la explanada frailunamente, muy discretitos y cabizbajos, monte
arriba y a paso rápido, sin decir ni mu. Menos mal que topamos con una panda de
acojonados, aunque este incidente no deja de martillearme la conciencia. Desde
estas líneas, pido humildemente perdón a los montañeros.
Raya
a raya, chupito a chupito, puñado a puñado, curva a curva, frenazo a frenazo, subiendo
y bajando las montañas de un paisaje casi tan abrupto como el paisanaje que
alberga, lo cierto es que estábamos cumpliendo la misión impecablemente, y en
media hora ya alcanzamos el siguiente hito de la ruta turístico-necrológica: la
Peña de la Cruz. Al bajar de la Benita comprobamos sobre su carrocería
los efectos exteriores del rally: estaba rebozada. Era el día del polvo: polvo
blanco taladrando nuestras narices, polvo de muerto enriqueciendo la atmosfera
bejaraní, polvo de los caminos convirtiendo a la Benita en una croqueta. Me hubiera gustado aquí insertar algo
parecido a esa copla campeadora de “sangre, sudor y hierro”, pero no me sale
nada; incluso los grandes autores tienen sus limitaciones.
Desde
la plataforma de la Peña de la Cruz la ciudad
estrecha se extendía ante nosotros como un inmenso cadáver sobre su lecho
de granito. La disparidad en estilos y alturas de las construcciones, cada cual
de su padre y de su madre, nos habla de un desarrollo urbanístico tal el coño
de la Bernarda. Contemplando el caótico perfil de Béjar desde tan privilegiada
atalaya, recordé que en mis inquietas
mocedades -esa etapa convulsa, cuando un día era un santo y al siguiente un
macarra- dediqué una lábil poesía a este mismo cuadro, y mis ojos lo veían todo
bonito. También por aquellos tiempos,
tan incomprensible como inapelablemente, me
la machacaba pensando en cierta vecina no más femenina que aquella
Aldara de Tablada descrita por el genial arcipreste.
Oscuras golondrinas que no volverán (por suerte).
Cristino
ofrendó su puñadito de novicia al
viento, e inmediatamente, en una suerte de arrebato lúdico, echó un soberano
gargajo tras ellas. La fugaz estampa, vista en primer plano, podría compararse
a la típica foto del halcón persiguiendo a la bandada de estorninos. Un halcón
un poco verde, eso sí.
Volvimos
a cabalgar la Benita, y a todo el
protocolo acostumbrado añadimos esta vez una trompeta de marihuana, porque la
coca y el alcohol nos estaban subiendo mucho. ¡Qué sería de nuestra monótona
existencia, sin el estimulante auxilio de las sustancias tóxicas e isotónicas!
La maría me produjo un efecto relajante
cercano a la laxitud o, más bien, a la idiotez. Era consciente de que Cristino
iba a toda pastilla, de que nuestras vidas corrían peligro, y sin embargo a
cada momento me deleitaba más en las maravillas de la onírica geografía que
bendice estas tierras (quizá para compensar otras cosas). Lo que no era óbice
para que de vez en cuando lanzara alguna tímida advertencia:
-Cristino,
controla un poquito la suela, que nos la pegamos.
-¡Bah!
-Cristino,
que encima vas a volcar por mi lado.
A
pesar de estos avisos, que yo dejaba caer mansamente, el último tramo hacia el
Tranco del Diablo se me hizo muy agradable. Pasamos bajo el viaducto, y me
imaginé al Dios de barba y túnica blancas, al típico Dios de la iconografía
cristiana, asomándose desde arriba. Cosas de Big Bud XXL. La maría
había sepultado mi habitual apatía, resucitando en cambio una sensibilidad que
me hacía apreciar la belleza del camino casi físicamente, como si me la comiera.
Cuando paramos junto al Tranco del Diablo, poco menos que desperté del nirvana.
-¡Joder,
tronco, qué globazo llevas! –dijo Cristino.
Nos
metimos otro tiro y otro chupito, por si el canuto había subido mucho, y
bajamos de la Benita dispuestos a
concluir el encargo. En este asunto de las cenizas de Acacio, todo era subir y
bajar. Enfrente estaba la bota que se dejó el Malo huyendo de los bejaranos,
hito legendario con el maravilloso telón de fondo del bosque umbrío, donde
llegaron a caer algún polvo y varias pajas en mis inquietas mocedades.
Cristino
vació las cenizas en el Tranco del Diablo, y, en una aciaga y postrera sacudida
de la urna, ésta se despeñó en la quebrada.
-A
tomar por culo –dijo Cristino, pensando en la harina de sus pescadillas.
9 comentarios:
jajajajajaa... muy bueno!! como siempre... besos. Pepa.
Un abrazo, Pepa.
Si no supiera que descrees del realismo, éste podría ser un cuento con moraleja: con tanto spid, farla, éxtasis y alcohol, se va todo a tomar por culo por un precipicio; y la moraleja doble sería que también le acompaña el soñado contenedor, caprichoso y paradógico reservorio de vicios para el futuro (mortal).
Pero si Cristino con esto se convenciera de ser un "buen padre de familia" como decían los romanos como la óptima categoría de responsabilidad de derecho civil, se nos habría suicidado como personaje y lo lamentaría hasta yo: (paterfamilias y reciente propietario) que tu atolondrado colega no llegara a dar el tranco del pobre diablo, y se diera un trancazo abajo "del demonio". Realidad que aún está demasiado cerca de la depuradora para no ser maloliente.
¡Así que viva Cristino y reviva la risa cusaquiana!
¡Evohé, Juan de la Cruz y de la Huerta!
No me canso de leerte, el ritmo literario que das a tus historias, junto con la vis cómica hacen de su lectura un disfrute
Gracias, Gheta. Yo también me he divertido escribiéndolo, y eso es saludable.
Ciertamente Cristino, además de ser un cachondo posee un ramalazo de arqueólogo, ya que productos tan arcaicos como el ala de mosca y el Vat69, se me antojan tan lejanos en el tiempo como las pinturas de Altamira o los chicles Bazoka. Asimismo, podríais sugerirle al Consistorio la creación de una ruta senderista y con catas de productos estupefacientes.
PD: Si el careto del De Guindos te corta la risa, el de Montoro es para descojonarse.
Títiro.
Vamos para viejos, Títiro.
Tie cojines macho, to ties que airearlo, menos mal que to cristo se cree que es ficción.
1/2 Cristino.
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