23 de noviembre de 2013

Las cenizas de Acacio





La verdad es que este diario o mensuario o lo que sea aparece y desaparece como los ojos del Guadiana, los éxtasis Mitsubishi o la S y la O del PSOE. También es cierto que mi buen amigo Cristino lo ha monopolizado, pero qué le vamos a hacer, si Cristino es la bomba. O sea que estos apuntes tienen poco de diario y quizás menos de mi diario, lo que no impide que de vez en cuando escriba cosas interesantes y de una gran profundidad psicológica.
-Venga, no jodas.
-Cristino, que me desconcentro.
Así es que hoy voy a contar algo reseñable, para solaz de mis incondicionales (amigos o enemigos) y, también, como ejercicio de mi denigrada pluma. En definitiva, voy a contar esta historia porque me da la gana. Y, como dijo el cojonazos de Quevedo: “Si este tratado le pareciera de entretenimiento, léale y pásele muy despacio y a raíz del paladar. Si le pareciere sucio, límpiese con él” (en este caso, claro, después de imprimirlo).
Let´s go, pues.
Cristino se presentó en casa el sábado pasado con una especie de bolsa fiambrera espectacular, una fiambrera tipo VIP, como de atleta de élite o acaso astronáutica. Era preciosa y enorme (calculo que para cuatro o cinco bocadillos), de color plateado con ribetes negros. En azul cobalto, lucía la divisa Funeralia. Espectacular, en definitiva; seguro que la fiambrera hasta brillaba en la oscuridad. Cristino se adelantó a mis preguntas.
-Me lo trajo ayer Transportalia Express. Aquí dentro está lo que queda del señor Acacio, mi tío abuelo, el ricacho de la Argentina. El cabrón ha durado casi cien años.
Como se sabe, cualquier bejarano tiene un pariente rico en Argentina. Esto a veces es cierto. Los parientes ricos de Argentina vuelven una o dos veces en la vida a la tierra que dejaron atrás huyendo del hambre, y suelen estar una semana revolucionando el patio.  En esa semana apuran la hospitalidad de la familia bejaraniega: hay que ejercerles de guías en Candelario, Hervás, Salamanca y los pueblos de la Sierra de Francia; hay que exhumar del trastero los incunables álbumes fotográficos de los tiempos de Maricastaña, cuando la abuela vendía casquería en el mercado de la Plaza Mayor y el abuelo andaba con el estraperlo; hay que presentarles hasta el último primo, y, para más cojones, hay que darles de comer todos los días. Curiosamente, mientras se cascan dos platos de calderillo y medio tostón por cabeza, no dejan de alabar las excelencias del churrasco criollo.
-A ver cuándo cruzáis el charco para probarlo –comentan, sin dejar de masticar a dos carrillos y conscientes de la asaz improbable consecución de la propuesta.
“Ya podíais aflojar la guita y pagarnos el viaje, que estáis podridos de pasta”, piensan y callan los pobres bejaranitos.
Cuando los parientes ricos de Argentina doblan la servilleta, toda la herencia se queda en el otro lado del Atlántico. Indianos de hilo negro que a veces encima dejan encarguitos póstumos, como se verá.
Cristino me enseñó la carta de Defensalia, un gabinete de abogados bonaerense. El señor Acacio, en su testamento, había expresado el deseo de ser incinerado, y de que sus cenizas fueran repartidas desde los cuatro puntos cardinales de Béjar, problema que solucionaba alegremente citando los siguientes lugares: los picos de Valdesangil, el Calvitero, la Peña de la Cruz y el Tranco del Diablo (caprichosín, el señor Acacio; digo yo que si hubiese nacido en Roma o en Lisboa, habría que haberle espolvoreado por las siete colinas). Cristino, en un primer momento, decidió tirar las cenizas en el más cercano contendor de basura que encontrara, pero cierto ramalazo de conciencia o temor supersticioso le hizo reconsiderar tan sabia opción, y quería que le acompañara en la ruta turístico-necrológica en torno a la ciudad estrecha. Para convencerme, me dijo que tenía en la Benita (así llama a su pleistocénica furgoneta) un gramito de ala de mosca y una botella de Vat 69. Yo lo habría hecho igual, pero estos detalles indiscutiblemente estrechan los lazos de amistad y siempre se agradecen.
Eran las once de la mañana. Si nos dábamos prisa, podríamos tener acabado el encargo fúnebre antes de la hora de comer. Hacía algo de viento, pero la mañana era agradable. Dos tiros, dos chupitos, y la destartalada furgoneta de Cristino se puso en marcha con su estruendo característico (porque el suyo, el de la Benita, sí que es un auténtico motor de explosión). Decidimos hacer el itinerario según el orden dictado por el señor Acacio, comenzando por los picos de Valdesangil. Como no teníamos ni ganas ni tiempo de andar, consideramos que lo más inteligente era seguir el camino de los aerogeneradores, por Fresnedoso, y hacer cumbre sin dar un solo paso. Únicamente se interpuso, en este primer tramo de la misión, un enorme candado que no se resistió a la combinación de un alambre y la navaja suiza de Cristino. Cristino había completado el primer curso de Mecánica de F.P -yo sólo aguanté tres meses, porque las aulas, inconsciente de mí, eran menos atractivas que el deslumbrante catálogo de vicios que intoxicaron mi turbia adolescencia-, y siempre queda algo de los esfuerzos lectivos. ¡Sí, mis jóvenes lectores, yo os animo a perseverar en vuestros estudios, porque en el futuro seréis hombres de provecho! Ya en lo alto del pico, bajo los gigantescos molinos, arrebatados por la belleza del paisaje y por los efectos del whisky y la farla, Cristino y yo compartimos una gratificante sensación épica. Mi buen amigo, con dilación poco menos que artificiera, sacó la urna de la bolsa. El recipiente de las cenizas, de cerámica esmaltada en gris marengo, era todavía más cuco que la fiambrera. Dirigiéndome una mirada solemne, Cristino dijo:
-El tarro, bien limpito, me va a servir para guardar la harina. Uso mucha, para las pescadillas.
Momento éste en que me eclosionaron los mocos hasta la misma barbilla, al no tener prevista la aretinesca carcajada que nació lo más hondo de mi ser, dándome la vuelta al estómago y presentándome de sopetón la curiosa sintomatología de los testículos en ascensor. Simultáneamente, la bolsa fiambrera salió volando, empujada por una ráfaga de aire traicionera, y en unos segundos ya estaba a tomar por culo. Cristino depositó la urna en el suelo y corrió detrás de la bolsa, mientras yo, en posición de decúbito supino, o sea despatarrado y panza arriba, dejaba brotar el impetuoso caudal de mi risa floja, también de mis lágrimas dichosas. ¡Qué exequias, la hostia, pero qué exequias!
Al abrir los ojos, ya desahogado, descubrí en primer plano el rostro de Cristino, que me observaba con la ternura del matarife dispuesto a degollar un cochino.
-¿Qué? ¿Ya te has corrido, cabronazo?
-Perdona, macho, no he podido aguantarme –le respondí, incorporándome, mientras intentaba concentrarme en la visualización mental del rostro zaino de Luis de Guindos. De este modo reprimí como pude los últimos coletazos de la risa tonta.
El ritual debía continuar. De espaldas al viento, Cristino abrió la urna y me entregó la tapadera.
-¿Un puñado?
-Tú verás, ¿hay mucho?
-Bueno, sí, unos cuatro puñaditos de novicia. Justo.
-Lo malo es que el aire va en dirección Salamanca.
-Otra cosa no podemos hacer.
Y el puñado de cenizas acacianas se desperdigó en dirección Salamanca. No se plagia el punto, como el lector suspicaz esperaba, de El gran Lebowski. Meamos simultáneamente en dirección Salamanca, chupito, tiro y cigarro, y partimos a nuestro siguiente destino. Bajando del monte a toda hostia, bandazo tras bandazo como si la furgoneta fuera una coctelera, Cristino me comentó que no sería mala idea convertir los picos de Valdesangil en una especie de parque cinerario natural, haciendo una ruta de hornacinas excavadas en el mismo granito. Sería el columbario más precioso del mundo; muchos querrían acabar allí. Volví a confirmar que Cristino, tras su aparente rudeza, guarda un genio dentro. Lástima que no pasara del primer curso de Mecánica. Y que tipos como Luis de Guindos lleguen a ministros. En fin.
No tardamos mucho en llegar a El Calvitero. Allí el viento soplaba mucho más fuerte, y ni nos molestamos en bajar de la achacosa Benita. Cristino tiró el puñadito por la ventanilla, y punto. Unos diez o doce excursionistas que pasaban al lado se nos quedaron mirando con reproche, como si Cristino hubiera vaciado el cenicero de la furgoneta. Y eso que ni tan siquiera habíamos llevado la bolsa de basura para esparcirla en la sierra, como es costumbre inveterada entre el noble pueblo bejarano. En la coyuntura, con su delicadeza característica, mi buen amigo les espetó:
-¿Qué cojones pasa?
“Que son muchos, macho; que nos pueden ensartar en los bastones como pinchos morunos”, bisbiseé a Cristino. Sin embargo, los excursionistas bajaron la cabeza y abandonaron la explanada frailunamente, muy discretitos y cabizbajos, monte arriba y a paso rápido, sin decir ni mu. Menos mal que topamos con una panda de acojonados, aunque este incidente no deja de martillearme la conciencia. Desde estas líneas, pido humildemente perdón a los montañeros.
Raya a raya, chupito a chupito, puñado a puñado, curva a curva, frenazo a frenazo, subiendo y bajando las montañas de un paisaje casi tan abrupto como el paisanaje que alberga, lo cierto es que estábamos cumpliendo la misión impecablemente, y en media hora ya alcanzamos el siguiente hito de la ruta turístico-necrológica: la Peña de la Cruz. Al bajar de la Benita comprobamos sobre su carrocería los efectos exteriores del rally: estaba rebozada. Era el día del polvo: polvo blanco taladrando nuestras narices, polvo de muerto enriqueciendo la atmosfera bejaraní, polvo de los caminos convirtiendo a la Benita en una croqueta. Me hubiera gustado aquí insertar algo parecido a esa copla campeadora de “sangre, sudor y hierro”, pero no me sale nada; incluso los grandes autores tienen sus limitaciones.
Desde la plataforma de la Peña de la Cruz la ciudad estrecha se extendía ante nosotros como un inmenso cadáver sobre su lecho de granito. La disparidad en estilos y alturas de las construcciones, cada cual de su padre y de su madre, nos habla de un desarrollo urbanístico tal el coño de la Bernarda. Contemplando el caótico perfil de Béjar desde tan privilegiada atalaya, recordé  que en mis inquietas mocedades -esa etapa convulsa, cuando un día era un santo y al siguiente un macarra- dediqué una lábil poesía a este mismo cuadro, y mis ojos lo veían todo bonito. También por aquellos tiempos, tan incomprensible como inapelablemente, me  la machacaba pensando en cierta vecina no más femenina que aquella Aldara de Tablada descrita por el genial arcipreste. Oscuras golondrinas que no volverán (por suerte).
Cristino ofrendó su puñadito de novicia al viento, e inmediatamente, en una suerte de arrebato lúdico, echó un soberano gargajo tras ellas. La fugaz estampa, vista en primer plano, podría compararse a la típica foto del halcón persiguiendo a la bandada de estorninos. Un halcón un poco verde, eso sí.
Volvimos a cabalgar la Benita, y a todo el protocolo acostumbrado añadimos esta vez una trompeta de marihuana, porque la coca y el alcohol nos estaban subiendo mucho. ¡Qué sería de nuestra monótona existencia, sin el estimulante auxilio de las sustancias tóxicas e isotónicas!
La maría me produjo un efecto relajante cercano a la laxitud o, más bien, a la idiotez. Era consciente de que Cristino iba a toda pastilla, de que nuestras vidas corrían peligro, y sin embargo a cada momento me deleitaba más en las maravillas de la onírica geografía que bendice estas tierras (quizá para compensar otras cosas). Lo que no era óbice para que de vez en cuando lanzara alguna tímida advertencia:
-Cristino, controla un poquito la suela, que nos la pegamos.
-¡Bah!
-Cristino, que encima vas a volcar por mi lado.
-¡Joder, qué socotible*!
A pesar de estos avisos, que yo dejaba caer mansamente, el último tramo hacia el Tranco del Diablo se me hizo muy agradable. Pasamos bajo el viaducto, y me imaginé al Dios de barba y túnica blancas, al típico Dios de la iconografía cristiana, asomándose desde arriba. Cosas de Big Bud XXL. La maría había sepultado mi habitual apatía, resucitando en cambio una sensibilidad que me hacía apreciar la belleza del camino casi físicamente, como si me la comiera. Cuando paramos junto al Tranco del Diablo, poco menos que desperté del nirvana.
-¡Joder, tronco, qué globazo llevas! –dijo Cristino.
Nos metimos otro tiro y otro chupito, por si el canuto había subido mucho, y bajamos de la Benita dispuestos a concluir el encargo. En este asunto de las cenizas de Acacio, todo era subir y bajar. Enfrente estaba la bota que se dejó el Malo huyendo de los bejaranos, hito legendario con el maravilloso telón de fondo del bosque umbrío, donde llegaron a caer algún polvo y varias pajas en mis inquietas mocedades.
Cristino vació las cenizas en el Tranco del Diablo, y, en una aciaga y postrera sacudida de la urna, ésta se despeñó en la quebrada.
-A tomar por culo –dijo Cristino, pensando en la harina de sus pescadillas.


*Socotible: Corrupción serrana de “susceptible”.





Gabriel Cusac

9 comentarios:

Anónimo dijo...

jajajajajaa... muy bueno!! como siempre... besos. Pepa.

Gabriel Cusac dijo...

Un abrazo, Pepa.

juan de la cruz471 dijo...

Si no supiera que descrees del realismo, éste podría ser un cuento con moraleja: con tanto spid, farla, éxtasis y alcohol, se va todo a tomar por culo por un precipicio; y la moraleja doble sería que también le acompaña el soñado contenedor, caprichoso y paradógico reservorio de vicios para el futuro (mortal).
Pero si Cristino con esto se convenciera de ser un "buen padre de familia" como decían los romanos como la óptima categoría de responsabilidad de derecho civil, se nos habría suicidado como personaje y lo lamentaría hasta yo: (paterfamilias y reciente propietario) que tu atolondrado colega no llegara a dar el tranco del pobre diablo, y se diera un trancazo abajo "del demonio". Realidad que aún está demasiado cerca de la depuradora para no ser maloliente.
¡Así que viva Cristino y reviva la risa cusaquiana!

Gabriel Cusac dijo...

¡Evohé, Juan de la Cruz y de la Huerta!

Gheta dijo...

No me canso de leerte, el ritmo literario que das a tus historias, junto con la vis cómica hacen de su lectura un disfrute

Gabriel Cusac dijo...

Gracias, Gheta. Yo también me he divertido escribiéndolo, y eso es saludable.

Anónimo dijo...

Ciertamente Cristino, además de ser un cachondo posee un ramalazo de arqueólogo, ya que productos tan arcaicos como el ala de mosca y el Vat69, se me antojan tan lejanos en el tiempo como las pinturas de Altamira o los chicles Bazoka. Asimismo, podríais sugerirle al Consistorio la creación de una ruta senderista y con catas de productos estupefacientes.
PD: Si el careto del De Guindos te corta la risa, el de Montoro es para descojonarse.
Títiro.

Gabriel Cusac dijo...

Vamos para viejos, Títiro.

Anónimo dijo...

Tie cojines macho, to ties que airearlo, menos mal que to cristo se cree que es ficción.
1/2 Cristino.