18 de enero de 2014

Lo que me contó Miguel



La vida en la ciudad me axfisiaba, atacándome día a día con un continuo bombardeo de estímulos que, en el fondo, no tenían nada que ver conmigo. La ciudad contaminaba mis sentidos, mis pensamientos, mi alma. No nos damos cuenta, nadie se da cuenta, pero cada vez que miramos a alguien, conocido o desconocido, ya se nos enciende una alarma, y nuestro cerebro se encarga automáticamente de enjuiciarle. Te estoy hablando de una simple mirada, pero toda nuestra existencia es una cadena forzada de acciones y reacciones. En realidad, vivimos como animales acorralados, preparando nuestra defensa una y otra vez. El mundo moderno, cargado de exigencias, no hace más que alimentar ese miedo. Sometidos a esta involuntaria servidumbre, la libertad supone una utopía. Con la misma normalidad que respiramos, nos mentimos a nosotros mismos, a nuestro yo. Y esta certeza es violenta.
Cada vez visitaba con más frecuencia el prado de los solitarios, yendo a la Sierra. Linda con el camino, separado por un muro bajo, y el camino es un desfile de álamos, con su corteza blanca brillando al sol. Allí íbamos siempre los mismos, los solitarios, y ocupábamos unos espacios determinados, invariablemente. Yo me sentaba sobre el muro, muy cerca de la entrada, y una pareja de ancianos lo hacía a unos metros de mí, frente al pilón de granito. Poco más allá, con la espalda apoyada en la pared, una adolescente de pelo largo miraba las carreras de su perro, un setter cobrizo que no se cansaba de correr de un lado para otro. Un hombre con gorra de visera se sentaba sobre una roca, debajo de un fresno; cortaba queso con una navaja, y bebía vino de una pequeña botella, y el queso y el vino no se acababan nunca. Una pareja de enamorados paseaba por el prado, cogidos de la mano, y a veces desaparecía ladera abajo; en ninguna ocasión pude verlos de cerca.
El saludo entre los solitarios era una mirada y una sonrisa. Nadie hablaba, ni tan siquiera las parejas entre sí. Entre todos manteníamos un pacto tácito de silencio.Queríamos eso, el silencio. El silencio, el sol, el festina lente de las nubes, la vista perdida en el escrutinio infinito del gran mural de la Sierra, el olor balsámico del cantueso, todos esos delicados regalos de la naturaleza. Allí reinaba la paz y el olvido; el prado de los solitarios era mi templo de la felicidad.
Pero un día no encontré el camino del prado de los solitarios. Por eso estoy aquí, en el manicomio.

Gabriel Cusac

4 comentarios:

Lola dijo...

tu relato dá mucha paz según lo vas leyendo, pero el final deja intranquilidad, ya puedes ir contando lo que te pasó, yo lo quiero saber... porqué el manicomio?

Gabriel Cusac dijo...

Este relato es para pensar, queda abierto a tu solución.

mojadopapel dijo...

Es genial tu relato, y el final, sorprendente le des la solución que le des.

Gabriel Cusac dijo...

Zanquiuverimás, mojadopapel.