Amanecer en el Cementerio de los Hijos de Dios, Nicolás Ferdinandov (imagen tomada de elestilete.com) |
Esto sucedió en el México
lindo por los tiempos del Maximato, al poco de acabar la Cristiada. Sucedió
en el Taxco relindo a una changuita mestiza llamada Camila. ¡La breve Camila,
que se fue en la flor de la vida por una flor de la muerte!
De su padre, un gringo
aventurero hecho de oro con la plata de Huitzuco, había heredado el cabello
rubio y los ojos aguamarina; de su madre, mixteca que pasó de mercar camotes en
Tetitlan a gobernar una gigantesca casona de Plaza Borda, los pómulos grandes, la piel cobriza
y el gesto esquivo. Pero fue la tía Guadalupe, niñera y mucama de la casa,
hermana mayor de la camotera convertida en doña, quien alimentó el alma de
Camila, sembrándola de misterio. Creció Camila a la sombra de su aya, rodrigón
torcido, y las vidas de tía y sobrina se enlazaron como el tallo de una
pachira, en un abrazo celoso, constrictor, indestructible.
Entre el escepticismo socarrón
del cuñado y el temor reverencial de su hermana, Guadalupe también ejercía
otras disciplinas, las oscuras, aún más demandadas que hoy en aquel Taxco de
los años treinta. Pitonisa y bruja, muy ilustrada de botánica secreta,
Guadalupe resolvía aojos y procuraba amarres, preparaba filtros, encendía velas
negras o blancas a discreción, escuchaba voces de muertos y auguraba por las
nubes, las cartas o las entrañas de las gallinas. Guadalupe cultivaba estas y
otras hechicerías, y hablaba de un mundo de
espíritus, pero sin dioses, y de una religión sin iglesias. Camila, cómplice y
discípula de tales empresas y doctrinas, intoxicada desde niña por la bruna
simiente de la magia indígena, curiosa además del desbordante catálogo de
escatologías taxqueñas y de algunas necrofilias de autores románticos, siempre
habitó un nebuloso país de maravillas, un microcosmos encantado regido por correspondencias
simpáticas e influencias invisibles. ¡La breve Camila, que se fue en la flor de
la vida por una flor de la muerte!
El mismo día que Camila
celebró su decimoquinto cumpleaños, en Santa Flora, Guadalupe confidenció a su
sobrina que se mudaría al trasmundo antes de tres semanas, dormida y sin dar un
ruido, que ya andaba escrito. “Pero no estaremos mucho tiempo separadas, mi
chela bonita, ya lo verás”. La capaz sibila, plegando en Santa Lucía, cumplió
con fidelidad el pronóstico. Marchó medianejos los sesenta, pero su rostro
marcaba arrugas centenarias. En el funeral, sin hipidos ni lagrimones, Camila,
con las manitas doradas encajando las sienes de su padre, le dijo con toda
solemnidad: “Júrame que, si muero, me enterraréis al lado de Guadalupe”. Y el padre asintió en silencio, perplejo y
dolido por tan lúgubre solicitud en boca de su hija pubescente. Pero al día
siguiente adquirió en propiedad una parcela aneja.
Cumplido el año de las
exequias, quiso Camila celebrar el aniversario rindiendo un particular homenaje
necrológico a su difunta tía. Morbosa, colmada de caprichos góticos y
hambrienta de extravagantes rituales, saltó como un gato la cerca baja del
panteón de San Celso, recién proclamada la medianoche en los campanarios de
Taxco. Parecía la estampa antojo de Caspar David Friedrich: una luna plena y
cercana, como el ojo de un gran dios ciego, y la frágil figurita de la joven
caminando, tal nigromante o profanadora, entre la fronda de cruces del
cementerio. No notaba el frío de aquella noche decembrina; solo sentía una
emoción callada e intensa, un gozo iniciático. Próxima a la capilla, entre
sepulcros suntuosos, pero esquinada y humilde como una vecina desahuciada,
estaba la tumba de su tía, un túmulo de tierra coronado por una chapa ovalada
de latón. Mil veces repetiría Guadalupe que, llegada la hora, no quería
mármoles ni filigranas obscenas, pues la tierra era el manto más decente para
los huesos, y su deseo había sido obedecido.
Camila sacó un pliego de la
faltriquera. Marisabidilla de decadentismos, muy leída de malditos, pero un
tanto verde en comprensión lectora, había escogido para la ocasión un texto de
Mallarmé. De rodillas frente a la tumba
recitó “La tumba de Charles Baudelaire”, en una traducción hiriente como una
puñalada. Camila entendía la poesía menos que a medias, pero… ¡era tan sonora! Luego arrancó una flor del pitiminí
deslavazado y mustio que, tras el
túmulo, trepaba menesterosamente por una tapia encalada, abotonándola de
tímidos estallidos púrpuras. Concluso el ritual, emprendió la vuelta a casa con
la satisfacción del deber cumplido, pero ignorante de que había oficiado una liturgia
fatal.
Dejó la rosa ajada en su
mesilla de noche, sobre las “Leyendas”
de Bécquer. Cansada y feliz, se acostó. Soñó con la extinción súbita de una
candela. Y a la luz del alba ya se sentía morir, mientras una rosa vampírica alcanzaba la lozanía.
Pétalos desprendidos de un
rosal carmesí festonearían a la postre dos tumbas malditas.
¡La breve Camila, que se fue
en la flor de la vida por una flor de la muerte!
Gabriel Cusac
Sánchez
2 comentarios:
No sabía de tus querencias mexicanas. Este cuento ha de ser leído con acento y bigote.
Y con un vaso de tequila. Un saludo, Juan.
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