10 de mayo de 2020

La lluvia amarilla, Julio Llamazares

Pueblo abandonado, imagen de Carmen Taboada


Hace algún tiempo apuntaba, a propósito de Alfanhuí: “…presumiendo retorcidas filiaciones, se han vertido algunas ocurrencias estrambóticas. Lo peor es que algunos de estos despropósitos, por falta de opiniones enfrentadas, de crítica a los críticos, aspiran a convertirse en reglas impostadas. La más extendida de estas invenciones pretende derivar Alfanhuí de nuestra creación literaria genuina, netamente realista: la picaresca. El principal argumento aportado consiste en que Alfanhuí aprende sus industrias de la mano de distintos maestros, como el Lazarillo o el Buscón aprenden de los distintos buscavidas a quienes sirven: estratosférico razonamiento que convierte la picaresca en sinónimo de instrucción, y en pícaro a todo quisque. Bobadas como árboles que no dejan ver el bosque, pero árboles de plástico. Artificios pedantescos. Paranoias eruditas. Alfanhuí, sencillamente, no es un pícaro.
Y hoy, de nuevo, debo plantarme en la disidencia. Vamos a las páginas finales de La lluvia amarilla: “Pero yo, Andrés de Casa Sosas, el último de Ainielle, ni estoy loco ni me siento condenado, salvo que sea estar loco haber permanecido fiel hasta la muerte a mi memoria y mi casa, salvo que pueda realmente considerarse una condena el olvido en que ellos mismos me han tenido”. Sin embargo, los críticos, prietas las filas, unánimes, contradicen a Andrés, narrador y personaje. La crítica se pone bata blanca y, olvidándose de que está frente a una novela, adoptando criterios de racionalización siquiátrica, entiende el testimonio de Andrés como un caso clínico, manicomial. Porque Andrés ve fantasmas. Como los ve o, al menos, los advierte, su fiel perra. Otra loca solidaria; a no ser que elucubremos que cuando Andrés describe el comportamiento de la misma también incurre en la proyección delirante, dentro de un esquema paranoico. Puede incluso que la perra no exista, porque Andrés, claro, no está en sus cabales. Y también puede ser que la unánime legión de críticos, los mismos que morbosamente entienden Alfanhuí como una derivación del género picaresco, deban consultar al siquiatra por su patológica resistencia a admitir el elemento fantástico en nuestras letras. Puedo estar equivocado, por supuesto. Pero creo firmemente que aquí está el quid del asunto: la locura de Andrés -personaje a quien el propio autor, en una entrevista, llama loco, “pero loco en el buen sentido de la palabra”- es la coartada perfecta para encasillar La lluvia amarilla en el realismo. Esa fijación.
Consecuentemente, de partida, lanzo el exabrupto. Ello va seco y sin llover, como Dios lo crió y a mí se me alcanza, sin retóricas ni discreterías (Alonso de Contreras dixit): considero esta novela como un insuperable ejemplo de literatura de terror. Sería mucho más cómodo no nadar contra corriente, y facilitaría de manera sustancial el desarrollo de estas líneas, muchísimo, porque no es conveniente opinar enfrentado a una especie de consenso generalizado. Pero la comodidad no me interesa; pretendo unos apuntes sinceros.
Por eso también confieso algunas incertidumbres. Hay textos tan impresionantes que me atemoriza comentarlos, porque de antemano sé que el resultado no va a ser satisfactorio. Me pasó con el citado Alfanhuí, con Las estaciones de Maurice Pons, con Pedro Páramo de Juan Rulfo. Precisamente, sería fácil establecer cierta filiación temática de La lluvia amarilla con Pedro Páramo; también me asalta la tentación de asociar el amenazante telurismo omnipresente en La piel del lobo, de Hans Lebert, con la obra que nos ocupa. Y, sin embargo, sospecho que estas comparaciones resultarían falaces, que sencillamente el denominador común de estos prodigios literarios, por otra parte tan dispares en su estilo, es emocional. Porque son libros que retumban en mi interior como conjuros, como terribles invocaciones. Porque son libros tan originales que se resisten al cotejo. Porque son auténticos chutes. Reincido, pues: no me queda otra que reconocer de antemano la cortedad de estas notas.
Andrés es el último habitante de Ainielle, un pueblo perdido en el Pirineo oscense. Nunca perdonará a los paisanos, a los emigrantes -entre ellos, miembros de su familia-, este naufragio inverso. Tras el suicidio de Sabina, su mujer, solo le acompaña una perra. Acaso consecuencia de una fatalidad determinista más que de una obligación moral, Andrés mantendrá la fidelidad a Ainielle hasta el fin de sus días. Esta fidelidad se convierte en sinónimo de martirio (pero un martirio autoimpuesto y laico).
La lluvia amarilla, como metáfora totalizadora, sintetiza el transcurrir moroso del tiempo, la soledad, la degradación ruinosa del pueblo y de su único superviviente. Óxido, carcoma, lepra, la lluvia amarilla corroe los muros de Ainielle y el espíritu de Andrés. La lluvia amarilla es el estribillo que marca un ritmo de letanía maldita desde el mismo título de la novela.
Podría pensarse que el monólogo de un moribundo -cero diálogos-, la analepsis y el reduccionismo de escenarios, acción y personajes es una invitación al aburrimiento del lector. Ocurre todo lo contrario. El lector que inicie La lluvia amarilla, casi sin darse cuenta, ha sido succionado en un vórtice de angustia, ad inferos. Corre por sus venas una heroína lenta e hipnótica, es víctima de una superstición presagiosa, siente un estremecimiento de tristeza y, renglón a renglón, un ansia solidaria de paliar la infinita soledad del desgraciado Andrés. Porque esta novela escarba el alma.
La prosa que utiliza Llamazares es inmaculada. Sencilla, de frases cortas y adjetivación precisa, entendible para cualquiera, pero a su vez cargada de poesía. Habrá quien, lupa en mano, descubra excesos metafóricos, de énfasis o reiteración; pienso que estos recursos son las paredes maestras de la novela. También he leído en algún lado cierta apelación lógica, otra apelación de bata blanca: un pueblerino profundo como Andrés no podría expresarse tan pulcramente. Pero si no respetamos la primera de las convenciones literarias (detrás de cualquier personaje está un escritor), apaga y vámonos.

La perra despertó sobresaltada, y se quedó mirándome sin entender muy bien. Yo estaba junto al escaño, nervioso y aturdido, pero dispuesto a poner fin a aquella situación. El recuerdo cercano de la soga me empujaba. El temor a la locura y el insomnio había comenzado a apoderarse ya de mí. Cogí el retrato entre las manos y lo miré otra vez: Sabina sonreía con una gran tristeza, sus ojos me miraban como si aún pudieran ver. Y, en la desolación extrema de aquel andén vacío -vacío para siempre-, su soledad de entonces atravesó mi corazón. Sé que nadie jamás me creería, pero, mientras se consumía entre las llamas, su voz inconfundible me llamaba por mi nombre, sus ojos me miraban pidiéndome perdón.

Dentro de la irregular obra prosística de Julio Llamazares -hay un barranco entre fiascos chillones como El cielo de Madrid o los desangelados tochos de Las rosas de piedra con maravillas como Luna de lobos o El río del olvido-, La lluvia amarilla sobresale con autoridad indiscutible. Personalmente, mi admiración por esta novela me obliga a visitar a Andrés y sus fantasmas con relativa frecuencia. Si fuera profe de Literatura, procuraría inculcar en los alumnos la calidad de libro sagrado de La lluvia amarilla; más hoy, cuando se habla tanto de un problema en realidad añejo: la España vaciada. No hay mejor emblema literario al caso.

Gabriel Cusac

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