Pueblo abandonado, imagen de Carmen Taboada |
Hace
algún tiempo apuntaba, a propósito de Alfanhuí: “…presumiendo
retorcidas filiaciones, se han vertido algunas ocurrencias estrambóticas. Lo
peor es que algunos de estos despropósitos, por falta de opiniones enfrentadas,
de crítica a los críticos, aspiran a convertirse en reglas impostadas. La más
extendida de estas invenciones pretende derivar Alfanhuí de nuestra
creación literaria genuina, netamente realista: la picaresca. El principal argumento
aportado consiste en que Alfanhuí aprende sus industrias de la mano
de distintos maestros, como el Lazarillo o el
Buscón aprenden de los distintos buscavidas a quienes sirven:
estratosférico razonamiento que convierte la picaresca en sinónimo de
instrucción, y en pícaro a todo quisque. Bobadas como árboles que no dejan ver
el bosque, pero árboles de plástico. Artificios pedantescos. Paranoias
eruditas. Alfanhuí, sencillamente, no es un pícaro”.
Y
hoy, de nuevo, debo plantarme en la disidencia. Vamos a las páginas finales de La
lluvia amarilla: “Pero yo, Andrés de Casa Sosas, el último de
Ainielle, ni estoy loco ni me siento condenado, salvo que sea estar loco haber
permanecido fiel hasta la muerte a mi memoria y mi casa, salvo que pueda
realmente considerarse una condena el olvido en que ellos mismos me han tenido”.
Sin embargo, los críticos, prietas las filas, unánimes, contradicen a Andrés,
narrador y personaje. La crítica se pone bata blanca y, olvidándose de que está
frente a una novela, adoptando criterios de racionalización siquiátrica,
entiende el testimonio de Andrés como un caso clínico, manicomial. Porque
Andrés ve fantasmas. Como los ve o, al menos, los advierte, su fiel perra. Otra
loca solidaria; a no ser que elucubremos que cuando Andrés describe el
comportamiento de la misma también incurre en la proyección delirante, dentro
de un esquema paranoico. Puede incluso que la perra no exista, porque Andrés,
claro, no está en sus cabales. Y también puede ser que la unánime legión de
críticos, los mismos que morbosamente entienden Alfanhuí como una
derivación del género picaresco, deban consultar al siquiatra por su patológica
resistencia a admitir el elemento fantástico en nuestras letras. Puedo estar
equivocado, por supuesto. Pero creo firmemente que aquí está el quid del asunto:
la locura de Andrés -personaje a quien el propio autor, en una entrevista,
llama loco, “pero loco en el buen sentido de la palabra”- es la coartada
perfecta para encasillar La lluvia amarilla en el realismo. Esa
fijación.
Consecuentemente,
de partida, lanzo el exabrupto. Ello va seco y sin llover, como Dios lo crió
y a mí se me alcanza, sin retóricas ni discreterías (Alonso de Contreras
dixit): considero esta novela como un insuperable ejemplo de literatura de
terror. Sería mucho más cómodo no nadar contra corriente, y facilitaría de
manera sustancial el desarrollo de estas líneas, muchísimo, porque no es conveniente opinar enfrentado a una especie de consenso generalizado. Pero la comodidad no
me interesa; pretendo unos apuntes sinceros.
Por
eso también confieso algunas incertidumbres. Hay
textos tan impresionantes que me atemoriza comentarlos, porque de antemano sé
que el resultado no va a ser satisfactorio. Me pasó con el citado Alfanhuí,
con Las estaciones de Maurice Pons, con Pedro Páramo
de Juan Rulfo. Precisamente, sería fácil establecer cierta filiación temática
de La lluvia amarilla con Pedro Páramo; también me
asalta la tentación de asociar el amenazante telurismo omnipresente en La
piel del lobo, de Hans Lebert, con la obra que nos ocupa. Y, sin
embargo, sospecho que estas comparaciones resultarían falaces, que
sencillamente el denominador común de estos prodigios literarios, por otra
parte tan dispares en su estilo, es emocional. Porque son libros que retumban
en mi interior como conjuros, como terribles invocaciones. Porque son libros
tan originales que se resisten al cotejo. Porque son auténticos chutes.
Reincido, pues: no me queda otra que reconocer de antemano la cortedad de estas
notas.
Andrés
es el último habitante de Ainielle, un pueblo perdido en el Pirineo oscense. Nunca
perdonará a los paisanos, a los emigrantes -entre ellos, miembros de su
familia-, este naufragio inverso. Tras el suicidio de Sabina, su mujer, solo le
acompaña una perra. Acaso consecuencia de una fatalidad determinista más que de
una obligación moral, Andrés mantendrá la fidelidad a Ainielle hasta el fin de
sus días. Esta fidelidad se convierte en sinónimo de martirio (pero un martirio autoimpuesto y laico).
La
lluvia amarilla, como metáfora totalizadora, sintetiza el transcurrir moroso
del tiempo, la soledad, la degradación ruinosa del pueblo y de su único
superviviente. Óxido, carcoma, lepra, la lluvia amarilla corroe los muros de
Ainielle y el espíritu de Andrés. La lluvia amarilla es el estribillo que marca
un ritmo de letanía maldita desde el mismo título de la novela.
Podría
pensarse que el monólogo de un moribundo -cero diálogos-, la analepsis y el
reduccionismo de escenarios, acción y personajes es una invitación al aburrimiento
del lector. Ocurre todo lo contrario. El lector que inicie La lluvia
amarilla, casi sin darse cuenta, ha sido succionado en un vórtice de
angustia, ad inferos. Corre por sus venas una heroína lenta e hipnótica,
es víctima de una superstición presagiosa, siente un estremecimiento de
tristeza y, renglón a renglón, un ansia solidaria de paliar la infinita soledad
del desgraciado Andrés. Porque esta novela escarba el alma.
La
prosa que utiliza Llamazares es inmaculada. Sencilla, de frases cortas y
adjetivación precisa, entendible para cualquiera, pero a su vez cargada de
poesía. Habrá quien, lupa en mano, descubra excesos metafóricos, de énfasis o
reiteración; pienso que estos recursos son las paredes maestras
de la novela. También he leído en algún lado cierta apelación lógica, otra
apelación de bata blanca: un pueblerino profundo como Andrés no podría
expresarse tan pulcramente. Pero si no respetamos la primera de las
convenciones literarias (detrás de cualquier personaje está un escritor), apaga
y vámonos.
La
perra despertó sobresaltada, y se quedó mirándome sin entender muy bien. Yo
estaba junto al escaño, nervioso y aturdido, pero dispuesto a poner fin a
aquella situación. El recuerdo cercano de la soga me empujaba. El temor a la
locura y el insomnio había comenzado a apoderarse ya de mí. Cogí el retrato
entre las manos y lo miré otra vez: Sabina sonreía con una gran tristeza, sus
ojos me miraban como si aún pudieran ver. Y, en la desolación extrema de aquel
andén vacío -vacío para siempre-, su soledad de entonces atravesó mi corazón.
Sé que nadie jamás me creería, pero, mientras se consumía entre las llamas, su
voz inconfundible me llamaba por mi nombre, sus ojos me miraban pidiéndome
perdón.
Dentro
de la irregular obra prosística de Julio Llamazares -hay un barranco entre
fiascos chillones como El cielo de Madrid o los desangelados
tochos de Las rosas de piedra con maravillas como Luna de
lobos o El río del olvido-, La lluvia amarilla
sobresale con autoridad indiscutible. Personalmente, mi admiración por esta
novela me obliga a visitar a Andrés y sus fantasmas con relativa frecuencia. Si
fuera profe de Literatura, procuraría inculcar en los alumnos la calidad
de libro sagrado de La lluvia amarilla; más hoy, cuando se
habla tanto de un problema en realidad añejo: la España vaciada. No hay
mejor emblema literario al caso.
Gabriel
Cusac
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