Hace poco compré un jamón robado. Una pata ibérica de recebo, sobre los siete kilos, fragante como la flor del espliego, lustrosa como el ópalo, de belleza inconmensurable como el Taj Mahal. Los pobres debemos agradecer este tipo de delincuencia culinaria hoy en boga, cuyo tráfico clandestino nos permite acceder, como si fuéramos ricachos, a este sabroso manjar. Un gran paso, sin duda, hacia la justicia distributiva y el estado de bienestar.
Elegimos un sábado como día de la inauguración. Como oferta promocional, nuestro proveedor nos había regalado un soporte jamonero, para cortar la pieza como mandan los cánones. ¡Qué era de consumismo, cuando ni el mercado de la receptación resulta ajeno al marketing! Pusimos velas en la mesa, y recogimos todos los montones de ropa y juguetes que otorgan a nuestro comedor cierto aspecto de mercadillo. Mi buen amigo Cristino estaba invitado al banquete. Él había quedado encargado de traer el vino, y ciertamente cumplió con excelencia, aportando dos botellas de Ribera del Duero -aunque en la etiqueta, fatal errata que nos debe hacer reflexionar sobre la oportunidad de los recortes en educación, ponía Rivera-, a tres eurazos cada una. Una libreta de la tahona de Cantagallo y una ensalada con auténticos tomates de huerta (también receptados) completaban el menú. Todo hacía pensar que iba a ser un gran día.
Comenzamos a desvirgar el jamón con ansia troglodita. Caprice des dieux. Raspa a raspa, loncha a loncha, el jamón iba adelgazando vertiginosamente sin que nuestros labios dejaran de esbozar una sonrisa de felicidad grasienta. Los niños callaban inéditamente, aplicados en la ibérica deglución. También Cristino callaba inéditamente. Y yo laminaba y laminaba la pieza henchido de un orgullo sacerdotal, maravillado por lo demás de la destreza de mi muñeca, casi prodigiosa teniendo en cuenta que sólo he disfrutado de esta experiencia enriquecedora cuatro o cinco veces a lo largo de mi humilde vida. En un instante creí descubrir, en la mirada de Lola, un sentimiento de profunda admiración hacía mí, el esposo, el padre, el hombre que había conseguido un pata negra para su familia. Errónea percepción que fue corregida por sus palabras: "Sórbete los mocos, papi".
Fue poco después de esta simpática incidencia cuando llegó el susto de verdad. Porque Cristino, levántandose súbitamente de la silla y señalando el jamón, exclamó "¡Cáspita!", o acaso "¡No me jodas!". Todos miramos donde apuntaba su dedo. Y todos entendimos al primer vistazo el motivo de su alarma. Sí, no cabía duda. Allí estaba. Era él, el más espabilado y el más rico del Colegio de Registradores patrio. Él, nuestro presidente, don Mariano Rajoy, cuya augusta efigie se retrataba con toda claridad en el corte abierto del jamón. Con sus gafitas, su barba cana, su expresión a medias entre la afabilidad y la socarronería. En la estampa, dibujaba una O con los morritos, como sale en alguna foto entrañable. Hasta la pequeña Lucía, en su inocencia, reprodujo el calificativo que uso normalmente para definirle cada vez que aparece en la tele. Calificativo que, por mero pudor, no se repetirá en estas virtuosas líneas.
Pasados los primeros momentos de sorpresa, mi cabeza comenzó a maquinar las posibilidades prácticas que podría ofrecernos la pareidolia (palabreja que, por cierto, aprendí gracias a Íker Jiménez; porro en mano, nada me hace reir más que sus programas). Porque podría exponer el jamón cobrando entrada, podría cobrar una exclusiva a Telecinco, podría vender el jamón a la fratría de la calle Génova. Hasta podría hacer una cosa detrás de otra. La popularidad del apócrifo retrato presidencial dejaría atrás al Ecce Homo de Borja, a la tristeza del desgraciado Cristiano Ronaldo, a la teta de la duquesa de Cambridge o a la dimisión de la condesa de Murillo. Un auténtico chollo en estos tiempos de miseria.
Pero algunas personas tenemos -o teníamos, lo cual se explicará ahora- algunos extraños ramalazos de dignidad; por eso nunca seremos ricos. Era nuestra fiesta. Y todos, aunque mudada la sonrisa grasienta por la expresión de sorpresa, también grasienta, nos habíamos reunido para devorar el jamón. "A tomar por culo", dije, y acto seguido pegué un tajazo al Rajoy de recebo que me hizo recordar alguna de las proclamas del pasado 15-M. El pata negra duró un responso.
Lo grave de todo el asunto ha venido después. Desde el banquete, Lola, Cristino y yo (de momento, la plaga no se ha extendido a los niños) estamos sufriendo una metamorfosis ideológica, enfacheciendo, por decirlo de alguna manera, a ritmo vertiginoso. No lo podemos evitar, hemos sido poseídos por un demonio de la perversidad. Personalmente, apenas han transcurrido unos días, y ya me he suscrito a La Razón, esa razón de la sinrazón que a mi razón se hace. También me he hecho con un póster gigante de Salvador Sostres. El del Ché, la bandera republicana, la rojinegra, el palillero de Izquierda Unida, el calendario de la CGT y toda la abundante e incluso contradictoria parafernalia izquierdosa de mi hogar ha acabado en el trastero. En la etiqueta de la caja, cobardemente, he puesto: "Recuerdos de mi adolescencia". Despotrico contra la sanidad y la educación públicas, defiendo la impunidad de los bancos y las grandes corporaciones, llamo vagos a los parados, creo en la supremacía de los ricos y en la necesidad de convertir a los obreros en esclavos, veo en China el modelo económico y social a seguir, tengo el eufemismo de la externalización siempre en boca, lanzo una exclamación de júbilo cuando llega la factura de la luz, deseo que una pandemia mortal aniquile a los jubilados (de las clases media y baja, claro), amo a Goldman Sachs y a sus gobiernos, sueño con fusilamientos masivos de funcionarios, mendigos e inmigrantes bajo una nube de gaviotas. Sin poderlo evitar; hay algo poderoso que me empuja a estos desmanes.
El caso es que soy funcionario. Soy pobre. Y, en el colmo de la gilipollez, ahora además soy un fascista.
Creo que necesito ayuda.
Elegimos un sábado como día de la inauguración. Como oferta promocional, nuestro proveedor nos había regalado un soporte jamonero, para cortar la pieza como mandan los cánones. ¡Qué era de consumismo, cuando ni el mercado de la receptación resulta ajeno al marketing! Pusimos velas en la mesa, y recogimos todos los montones de ropa y juguetes que otorgan a nuestro comedor cierto aspecto de mercadillo. Mi buen amigo Cristino estaba invitado al banquete. Él había quedado encargado de traer el vino, y ciertamente cumplió con excelencia, aportando dos botellas de Ribera del Duero -aunque en la etiqueta, fatal errata que nos debe hacer reflexionar sobre la oportunidad de los recortes en educación, ponía Rivera-, a tres eurazos cada una. Una libreta de la tahona de Cantagallo y una ensalada con auténticos tomates de huerta (también receptados) completaban el menú. Todo hacía pensar que iba a ser un gran día.
Comenzamos a desvirgar el jamón con ansia troglodita. Caprice des dieux. Raspa a raspa, loncha a loncha, el jamón iba adelgazando vertiginosamente sin que nuestros labios dejaran de esbozar una sonrisa de felicidad grasienta. Los niños callaban inéditamente, aplicados en la ibérica deglución. También Cristino callaba inéditamente. Y yo laminaba y laminaba la pieza henchido de un orgullo sacerdotal, maravillado por lo demás de la destreza de mi muñeca, casi prodigiosa teniendo en cuenta que sólo he disfrutado de esta experiencia enriquecedora cuatro o cinco veces a lo largo de mi humilde vida. En un instante creí descubrir, en la mirada de Lola, un sentimiento de profunda admiración hacía mí, el esposo, el padre, el hombre que había conseguido un pata negra para su familia. Errónea percepción que fue corregida por sus palabras: "Sórbete los mocos, papi".
Fue poco después de esta simpática incidencia cuando llegó el susto de verdad. Porque Cristino, levántandose súbitamente de la silla y señalando el jamón, exclamó "¡Cáspita!", o acaso "¡No me jodas!". Todos miramos donde apuntaba su dedo. Y todos entendimos al primer vistazo el motivo de su alarma. Sí, no cabía duda. Allí estaba. Era él, el más espabilado y el más rico del Colegio de Registradores patrio. Él, nuestro presidente, don Mariano Rajoy, cuya augusta efigie se retrataba con toda claridad en el corte abierto del jamón. Con sus gafitas, su barba cana, su expresión a medias entre la afabilidad y la socarronería. En la estampa, dibujaba una O con los morritos, como sale en alguna foto entrañable. Hasta la pequeña Lucía, en su inocencia, reprodujo el calificativo que uso normalmente para definirle cada vez que aparece en la tele. Calificativo que, por mero pudor, no se repetirá en estas virtuosas líneas.
Pasados los primeros momentos de sorpresa, mi cabeza comenzó a maquinar las posibilidades prácticas que podría ofrecernos la pareidolia (palabreja que, por cierto, aprendí gracias a Íker Jiménez; porro en mano, nada me hace reir más que sus programas). Porque podría exponer el jamón cobrando entrada, podría cobrar una exclusiva a Telecinco, podría vender el jamón a la fratría de la calle Génova. Hasta podría hacer una cosa detrás de otra. La popularidad del apócrifo retrato presidencial dejaría atrás al Ecce Homo de Borja, a la tristeza del desgraciado Cristiano Ronaldo, a la teta de la duquesa de Cambridge o a la dimisión de la condesa de Murillo. Un auténtico chollo en estos tiempos de miseria.
Pero algunas personas tenemos -o teníamos, lo cual se explicará ahora- algunos extraños ramalazos de dignidad; por eso nunca seremos ricos. Era nuestra fiesta. Y todos, aunque mudada la sonrisa grasienta por la expresión de sorpresa, también grasienta, nos habíamos reunido para devorar el jamón. "A tomar por culo", dije, y acto seguido pegué un tajazo al Rajoy de recebo que me hizo recordar alguna de las proclamas del pasado 15-M. El pata negra duró un responso.
Lo grave de todo el asunto ha venido después. Desde el banquete, Lola, Cristino y yo (de momento, la plaga no se ha extendido a los niños) estamos sufriendo una metamorfosis ideológica, enfacheciendo, por decirlo de alguna manera, a ritmo vertiginoso. No lo podemos evitar, hemos sido poseídos por un demonio de la perversidad. Personalmente, apenas han transcurrido unos días, y ya me he suscrito a La Razón, esa razón de la sinrazón que a mi razón se hace. También me he hecho con un póster gigante de Salvador Sostres. El del Ché, la bandera republicana, la rojinegra, el palillero de Izquierda Unida, el calendario de la CGT y toda la abundante e incluso contradictoria parafernalia izquierdosa de mi hogar ha acabado en el trastero. En la etiqueta de la caja, cobardemente, he puesto: "Recuerdos de mi adolescencia". Despotrico contra la sanidad y la educación públicas, defiendo la impunidad de los bancos y las grandes corporaciones, llamo vagos a los parados, creo en la supremacía de los ricos y en la necesidad de convertir a los obreros en esclavos, veo en China el modelo económico y social a seguir, tengo el eufemismo de la externalización siempre en boca, lanzo una exclamación de júbilo cuando llega la factura de la luz, deseo que una pandemia mortal aniquile a los jubilados (de las clases media y baja, claro), amo a Goldman Sachs y a sus gobiernos, sueño con fusilamientos masivos de funcionarios, mendigos e inmigrantes bajo una nube de gaviotas. Sin poderlo evitar; hay algo poderoso que me empuja a estos desmanes.
El caso es que soy funcionario. Soy pobre. Y, en el colmo de la gilipollez, ahora además soy un fascista.
Creo que necesito ayuda.
Gabriel Cusac
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