Decíamos ayer de Seignolle, y de los hombres condenados a ser árboles en un bosque de Darney. Bebe la invención en fuentes clásicas, las mismas que inspiran a Dante la selva de los suicidas, en su canto XIII del Infierno. Cuenta el narizado Publio Ovidio Nasón en Las metamorfosis que Dafne, acosada por Apolo, se convierte en laurel; otra persecución lúbrica, la de Pan sobre Siringe, culmina con la ninfa transformada en cañas de pantano; destinos similares sufren Driope, Mirra, las Edonides y el pastor de Apulia mutado en acebuche.
A veces una lectura es una invocación -seguramente cualquier acto lo sea, seguramente nada nos empobrezca más que el sometimiento de la rutina- , y, casi con simultaneidad, los Hados deciden regalarme dos vínculos al caso. De modo que, insospechadamente -por esa causalidad que entendemos como casualidad-, me conducen a una exposición de William Blake, donde tengo el privilegio de descubrir in situ varias ilustraciones del Infierno dantesco, entre ellas la referida precisamente al canto XIII, con las Arpías anidando sobre los árboles malditos:
Aquí su nido hacen las tétricas Arpías,
que de las Estrofíades echaron los troyanos,
con triste anuncio de futuros daños.
Alas tienen anchas, y cuello y rostro humanos,
pies con garras, y el gran vientre emplumado:
lanzan lamentos sobre los árboles extraños.
Unos días antes, me había sorprendido una referencia americana del Diario de Lecumberri, de Álvaro Mutis: Después nos fuimos al bosque y allí hicimos de todo. Yo tenía mucho miedo, porque a los que van allá en peregrinación y hacen cosas, se vuelven de piedra y se les ponen las piernas como troncos y ya por la noche se han convertido todos en árbol.
Habla Mutis, o su personaje, de un santuario mejicano.
Hermoso y sobrevenido itinerario, el que me conduce de Seignolle a Dante, a Ovidio, a Blake, a Mutis. También a Gustavo Doré, de quien tomo la estampa.
Generosos Hados.
Gabriel Cusac
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