Mi buen amigo Cristino tuvo hace poco un problema con el banco. Le habían cobrado una comisión insospechada, una de estas comisiones abstractas en su fundamento, pero muy concretas en el resultado (pecuinario), cuya legalidad define el tipo de país que compartimos los pobres españolitos. Cristino, a lo que cuenta, invocó la Sagrada Familia y el misterio de la Trinidad, soltó doscientos hijoputas y, como reacción más coherente, decidió retirar todo su dinero. Esto último supuso que le cobraran una nueva comisión, de veinte euritos, por cancelación de cuenta. Entonces ya no le quedaron fuerzas ni para soltar una modesta imprecación. Cogió los cuarenta euros que restaban después de todo el saqueo bancario, constató su indignación con un gargajo verde rubricado en plena frente del director de la sucursal y salió corriendo a casa, en busca de algún fármaco que le tranquilizase, porque pensaba que el corazón le iba a reventar.
Se tomó la sublingual rosa, como él dice, y al cabo entró en ese estado de dulce estupidez que proporcionan los ansiolíticos. Pero el suceso bancario seguía martilleándole la cabeza, y resolvió dar una vuelta para despejarse tomando un poco el aire. De paso, también se tomaría algunos vinos, hecho que justifica el epígrafe y abre camino a estas líneas aleccionadoras.
Aquel día y su noche forman para Cristino un puzle inconexo donde faltan muchas piezas. No sabe si algunas cosas las ha soñado o le han ocurrido realmente. Recuerda que en algún bar le hicieron un bocadillo con las sobras de todas las bandejas de las tapas. Recuerda haber meado en pelotas desde la muralla, sobre la Puerta del Pico. Recuerda haber estado morreando con una chica algo masculina, "bastante parecida a una de esas estatuas de la isla de Pascua". Recuerda haber intentado esnifar un churro, ya de amanecida. Y recuerda haber llegado a casa con los pantalones dados la vuelta y la bolsa marrón de los churros sobre la cabeza, a modo de chef grasiento. Pero lo que más le duele es haber perdido la medallita de su padre.
Desde que murió su padre, Cristino siempre la llevaba colgada al cuello. Lo de medallita es un diminutivo cariñoso. En realidad se trata de un colgante enorme, un medallón grande como el culo de una lata de cerveza, a medio camino entre el detente, bala y el exabrupto bisutero. En el anverso figura el busto de un santo barbudo sin identificar, una especie de Rasputín horripilante, orlado con la leyenda Me protege. En el reverso, una mano, haciendo la peineta, con un rosario enroscado. Yo pensaba que el colgante era de latón, pero según Cristino se trata de "plata española".
Cristino me contó todo ayer. Hoy me he cruzado con la Diosa, un mariquita local bastante estrafalario y bastante valiente, porque no tiene reparos en exhibir su afeminamiento frente a los rudos habitantes de la ciudad estrecha, tan celosos del qué dirán, tan respetables y tan mendrugos. La Diosa desfilaba por la Calle Mayor, con sus andares de chicle, su cara tallada de moai y su ropa multicolor. El Rasputín horripilante lanzaba sus maldiciones desde el cuello de la Diosa.
Quizá Cristino, en las horas fatales de vino y sublingual rosa, tuvo un romance pintoresco. Y rosa, como la sublingual. O quizá todo tenga otra explicación, porque Cristino afirma que es "más heterosexual que la hostia, un heterosexual como la copa de un pino".
Nunca mezcléis ansiolíticos con alcohol.
by Cusac
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