José Muñoz es Secretario Municipal del Ayuntamiento de Talaván. También es talavanófilo convencido, de los que recorren las calles y los campos talavaniegos cámara en mano, intentando destilar la esencia de este lugar de los Cuatro Lugares, tan fértil de encantos. Desde un principio, cuando, reciente 2013, inicié la campaña "Salvemos a los condenados de Talaván", he contado con su apoyo. Él también siente como una puñalada el abandono de la ermita del Santo Cristo. También piensa que los réprobos son otros.
De forma espontánea, José, demostrando que entiende de otras literaturas además de la administrativa, aporta esta pequeña joya como eslabón de la cadena. Un cuento precioso, ricamente adjetivado, extraño y alucinante como los mismos esgrafiados de la ermita del Santo Cristo. Quizá sea capricho mío, pero si el nombre del personaje, Rufo, recuerda a Rulfo, el relato de José Muñoz, de tan enrarecida atmósfera, también me recuerda a los del autor mejicano. A Pedro Páramo, a En la madrugada, a Luvina. En fin, José: me gusta El féretro albo de Rufo "seis dedos", y me gusta tu decisión de colaborar en la cadena. Espero que pronto volvamos a estrechar nuestras manos.
El féretro albo de Rufo “seis dedos”, José Muñoz González
Trastabillando asomó el pequeño féretro
albo por la puerta norte de la iglesia parroquial de Talaván, sujetado por varios
angelotes amigos, pequeños y tristes, compañeros de juegos y pizarra de Rufo
“seis dedos”, que lo subieron de nuevo al coche fúnebre para su último viaje.
Un fino orvallo flotaba ingrávido sobre el valle que se extendía verduzco a los
pies de la iglesia en aquella mañana gélida, tan del gusto de la parca, cuando
implacable y enjuta, ajusta cuentas por las aldeas.
Fueron pocos años, pero muchas
risas, juegos, inocencia. Nada pudo hacer don Alfonso, su ciencia, su fonendo, ante aquel corazón pequeño que se
quebró una noche fosca de llanto y amargura. Rufo “seis dedos” siempre fue un
niño triste, como si arrastrase desde que vino al mundo su destino pesado y
breve. Pero era una tristeza juguetona y risueña la suya, hasta el último
segundo de su vida en que sus ojos quedaron inmóviles y muy abiertos en una
mueca de incomprensión ante las cosas de este mundo raro que, definitivamente,
no parecía ser el suyo.
Eulogio Perla, el sacristán,
abrazado con reverencia al báculo de la santa cruz, encabezaba el cortejo
precediendo a un sacerdote encapado y circunspecto. La muchedumbre enfilaba en
manso desorden la calleja del cementerio. Pasos lentos, ropa negra, paraguas
bajo el cielo de plomo llovedizo. Gritos de la madre, guturales, de otro mundo,
allá en la cabecera y tenues conversaciones acerca del fugaz paso por este
mundo de Rufo componían el ambiente por el camino del cementerio nuevo, a la
vera de un valle esplendido a través de un delicado aguacero. Encinas, olivos,
praderas, lejanas casas de labranza aparecían delebles, tristonas, como una
acuarela deslucida por doseles superpuestos de agua que, como la misma muerte,
flotaban sobre los campos hasta la bruma del horizonte.
Percibí que a la derecha iba
quedando silencioso y vetusto el cementerio viejo, viniéronme entonces los
réprobos al pensamiento y sentí la presencia humilde de la vieja capilla semiderruida,
de sus muros añosos de pizarra. Conjeturé con dolor añadido la descomposición
de la cúpula interior. Imaginé las grietas abriéndose paso entre el verdín y
las cuencas vanas de los ojos, los
colmillos lobunos, de los ángeles malos.
Y justo entonces empezó todo.
Tembló la tierra con estrépito
como si una manada de bestias salvajes trotasen los campos. Todos vimos cómo
con gran majestad se hundía para siempre la cúpula trastejada del viejo santuario,
y cómo de su ruina surgía aquella inmensa columna de polvo rizado en mil cabriolas
que ascendía a gran altura. Vimos boquiabiertos el desmorone y vimos, -tienen
que creerme- cómo de aquella tolvanera emergieron fugaces aletazos de seres
extraños, como hechos de polvo, bigotudos unos, tocados otros, los más con
ridículos sombreros borlados. Todos revoloteaban regresados a la vida, ceñudos,
describiendo acrobacias y molinetes sobre la muchedumbre. Y era sobrecogedor el
bufido de sus alas batientes, poderosas, recortándose blancas sobre el cielo
encapotado, a veces con vehemencia, exhibiendo sus dientes puntiagudos, bufando,
aullando sobre nuestras cabezas.
Poco a poco se tranquilizaron y
fueron descendiendo, posándose en el camino. Los vimos entonces de pie delante
del coche fúnebre que se vio obligado a parar. Todo el mundo se había quedado
absorto ante la cercanía de aquellos seres inexpresivos que rozaban la
veintena. Se hizo un sepulcral silencio. Uno de ellos, el que parecía llevar la
iniciativa, abrió el portón trasero del coche y accedió al pequeño féretro
claro. La llovizna calaba las almas. Al cabo salió con el pequeño muerto en
brazos. Su cabecita colgaba inerte entre los brazos del alado. El ángel,
majestuoso, permaneció inmóvil en medio del camino sujetando el pequeño cadáver.
Reparé en su rostro lívido, en sus dientes como puntas que sobresalían de entre
sus labios, en su mirada oscura e inerte como el negro de un pozo profundo, en
su borla roja colgando de una escarcela de rafia intemporal. Todos vimos cómo lo abrazaba con fuerza y cómo
su gesto de ser de otro mundo emanaba una rotunda humanidad. Los ángeles no
tienen sexo, -pensé- no sienten, no hablan, pero miran. Este nos miró desde sus
ojos vacios, sin expresión, con sus alas poderosas dirigidas al cielo. Sin que
pueda explicarlo, en su mensaje silencioso había algo bueno.
Transcurrieron unos minutos de
silencio y lluvia. El pequeño muerto en brazos. Solo el orvallo y la nada. Al
cabo, Rufo abrió los ojos, miró a aquel ser cetrino que lo sostenía con un
rictus de sonrisa y luego a los presentes con su habitual tristeza recobrada.
El réprobo lo depositó delicadamente sobre sus pies en el suelo.
De inmediato, todos los ángeles
al unísono, como una bandada de estorninos gigantes reemprendieron un ruidoso y
caótico batir de alas y con él, el vuelo. Poco a poco se fueron elevando hacia
las alturas sin dejar de mirarnos con aquella ausencia absoluta de expresión.
Allí quedó el coche negro y ahora
inútil con su portón trasero abierto. Nadie se atrevió en un buen rato a mover
un músculo en medio de la lluvia, que por cierto arreciaba. Solo se escuchaba
el aleteo poderoso y cada vez más lejano de los ángeles réprobos que se perdían entre nubes negras, cada vez
más y más altos. Fuimos quedando boquiabiertos y pequeños abajo. Pequeño el
valle del Tajo, pequeño el pueblo, minúsculo el camino del cementerio, pequeñas
las historias de cada uno, aunque sustancial la estulticia humana que de pronto
se nos hizo visible en todo su esplendor.
La manta de orvallo anegaba los
campos, sofocando el polverío de las ruinas de la Ermita de los Ángeles Malos.
Rufo corrió entonces a jugar con
quienes, momentos antes, habían sujetado su féretro albo.
Esta historia, no ha ocurrido
aun, pero tengo para mí que ocurrirá en breve, aunque sin Rufo “seis dedos”.
Gabriel Cusac
2 comentarios:
Algo tendrán los réprobos, que tan buena literatura hacen florecer. Ojalá dure mucho esta feraz agonía. Aunque no importa si dura menos y alguien empieza a aplicar la cal y la arena necesarias para poner a la cúpula "fuera de peligro".
Enhorabuena a Jose por su relato, me ha emocionado, y me ha recordado a lecturas de adolescencia. Seguro que algún día no muy lejano podrán los réprobos conseguir aquello que tanto se merecen. un saludo.
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